jueves, 3 de diciembre de 2020

Festejos, celebraciones y certámenes del siglo XVII

 María Dolores Bravo Arriaga

2002 / 09 abr 2018 10:37


El esplendor de la celebración barroca está íntimamente ligado al ritual del Poder. Lo que se pretende –y generalmente se logra– es la exaltación pública y visible de los símbolos esenciales que representan los máximos valores sobre los que se sustenta la autoridad. Es así que, tanto el gobernante religioso como el civil detentan el máximo poder que les es conferido nada menos que por designio divino. En la Nueva España son el virrey y el arzobispo los ungidos con la máxima potestad conferida por la española majestad, quien es, a su vez, para los habitantes de los dominios hispánicos, el representante de Dios sobre la tierra. También de ahí proviene la necesidad y la magnificencia de la fiesta: que los celebrados, el príncipe eclesiástico y el civil, sean exaltados a la categoría de divinidades. No son gratuitas las palabras de sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695) en el Neptuno Alegórico cuando dice: “Demás que las fábulas tienen las más su fundamento en sucesos verdaderos; y los que llamó dioses la gentilidad fueron realmente príncipes excelentes, a quienes por sus raras virtudes atribuyeron divinidad”.[1] Esta cita de la “Fénix de México”, como fue llamada por sus contemporáneos, nos aclara en buena medida el porqué a los poderosos, homenajeados en los arcos triunfales o en los túmulos funerarios, se les comparaba con semidioses, héroes o dioses de la Antigüedad grecolatina. Si bien a los gobernantes se les reconocían cualidades excepcionales y eran elevados al rango poético y alegórico de seres perfectos y divinos, la institución que en realidad era venerada como vicaria de Dios sobre la tierra era la Iglesia católica. Esto se comprende mejor aún, cuando sabemos que en el estado absolutista hispánico, el poder civil y el religioso estaban unidos y representados en la persona del monarca. Es por ello que los festejos coloniales se “ponen en escena” en el “gran teatro” del espacio público. Como señalábamos en un trabajo anterior:

El teatro como concepción barroca es el gran escenario del mundo, en donde “se mira”, en la acepción griega de la palabra. No es gratuito que gran número de textos lleven el nombre de theatros: el de Sigüenza, el Theatro de la primitiva Iglesia de Gil González Dávila, El theatro mexicano de Agustín de Vetancurt, para citar sólo algunos. Es por ello que los miembros de la colectividad están atentos a las representaciones emanadas del poder.[2]


Isidro SariñanaNoticia breve de la [...] dedicación del templo metropolitano de México..., México, Francisco Rodríguez Lupercio, 1668, portada. 

Por su calidad de fiesta pública, las celebraciones tienen lugar en el espacio abierto de la ciudad, de sus calles, de sus plazas; éstas se vuelven escenario de signos y realidades que en la conjunción de lenguajes verbales, plásticos y auditivos dejan en los espectadores la impresión de pertenecer a un orden que rebasa lo temporal y se inscribe en lo trascendente. Por la ya mencionada calidad de estado absolutista en el que se fusionan la autoridad civil con la eclesiástica es difícil deslindar qué festejos son sólo religiosos, y cuáles pertenecen al ámbito de lo exclusivamente civil. Observamos, por ejemplo, que existen representaciones, como las mascaradas, comunes para celebraciones eclesiásticas y civiles. Lo mismo ocurre con los arcos triunfales; se erigen tanto en honor de arzobispos como de virreyes. Como bien dice Solange Alberro: “Si bien los poderes ya no fueron absolutos ni totalmente de origen divino, lo religioso y lo temporal permanecieron, como en los tiempos antiguos, íntimamente ligados, en un sinnúmero de fiestas, ceremonias y manifestaciones aparatosas.”[3]

La fuente primordial que tenemos de las fiestas y celebraciones novohispanas son las llamadas “relaciones” que nos han transmitido la narración de esos acontecimientos. En ellas se describen festejos religiosos y civiles, celebraciones faustas e infaustas en la palabra de uno o varios narradores, a veces anónimos y en ocasiones identificados. En estos textos se intercala la prosa y el verso; las festividades están descritas desde la óptica del poder oficial. Antonio Bonet Correa, uno de los más reconocidos historiadores del arte barroco, señala lo siguiente: “Quien ha leído una relación puede decirse que ha leído todas, aunque precisamente en su calidad de serie, en sus casi insignificantes variantes es donde reside el máximo interés de las distintas versiones de la fiesta, siempre idéntica e igual a sí misma como todos los ritos.”[4] Un joven y minucioso investigador mexicano, Dalmacio Rodríguez, quien se ha dedicado en los últimos años al estudio de las relaciones y de revisar las opiniones más notables que sobre ellas se han dicho, declara lo siguiente al referirse a su posible género:

Todo parece indicar que las Relaciones de fiestas fueron escritas, en su mayoría, con la expresa intención de crear un monumento literario, tanto en la prosa como en los versos, esto sin que se excluyera su inherente condición historiográfica. Tal confluencia nos permite clasificar esta clase de textos como pertenecientes a un género histórico-literario.[5]

En este estudio sobre las celebraciones consignadas en las más variadas y ricas relaciones, hablaremos, en primer término, de las festividades puestas en escena por la autoridad eclesiástica, en el amplio teatro del espacio público, con sus símbolos representados en los efímeros colores de las pinturas y en los perdurables signos verbales que afortunadamente han llegado hasta nosotros.

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