jueves, 3 de diciembre de 2020

Fiesta religiosa y cultura popular

 

Desde la posición que nos proporcionan los albores del siglo XXI y tomando en cuenta los conceptos de espectáculo total, el post-modernismo, el happening y el performance, resulta de gran interés observar, en ese "país extraño" que representa el pasado, una serie de manifestaciones populares que, al rebasar el marco religioso dentro del que se presentaban, se emparentan curiosamente con nuestras manifestaciones actuales.
     Con su particular mezcla de la devoción más solemne con lo festivo y carnavalesco, las festividades religiosas de la época virreinal representaron la cultura popular, muchas de cuyas manifestaciones han llegado hasta nuestros días. Al desbordar las fronteras de la teatralidad, ese tipo de espectáculo total abarcaba el espacio urbano y se extendía —colectivizándolo— al ámbito privado.
     En atrios, capillas abiertas, iglesias, colegios, conventos, plazas y calles, casas reales o particulares, con la participación de todos los estamentos de la sociedad, la fiesta religiosa popular constituía un evento en toda la extensión de la palabra. A las representaciones dramáticas estrictas se añadía toda una parafernalia parateatral, desde el desfile o procesión hasta el tianguis y la venta de fritangas. Como en lo que actualmente se conoce como happening, y emparentado con el performance, se participaba tanto de lo fijo y reglamentado como de lo improvisado y aleatorio, y hasta la riña sangrienta o el crimen, que en ocasiones tenían lugar, llegaban a formar parte del espectáculo.
     A esto hay que añadir que, durante los tres siglos virreinales, estas manifestaciones resultaron sospechosas a los ojos de la autoridad, fueron vigiladas, reglamentadas y a menudo prohibidas, pese a lo cual muchas de ellas fueron conservadas por el pueblo y conducidas hasta la actualidad.
     La primera forma de control y censura que apareció en la Nueva España fue la ejercida sobre las manifestaciones dramáticas y dancísticas practicadas durante las festividades religiosas por la gente del pueblo, sobre todo indígenas, y se manifestó tanto en la normativa emanada de los tres concilios provinciales mexicanos celebrados en 1555, 1565 y 1585, como en las leyes promulgadas por la Corona. Éstas últimas contribuyeron también a la preservación de danzas y costumbres a lo largo de las Américas.
     En 1555, Carlos V y Doña Juana ordenaron que se conservaran "las leyes y buenas costumbres que antiguamente tenían los indios para su buen govierno y policia, y sus usos y costumbres observados y guardados despues que son christianos", siempre y cuando no se encontraran en contradicción con "nuestra sagrada religion", ordenando a sus funcionarios que no se perjudicara "a lo que tienen hecho, ni a las buenas y justas costumbres y Estatutos suyos".
     En épocas posteriores esta ley sería invocada con frecuencia por los indios al solicitar licencia para realizar sus celebraciones o para protegerse de eclesiásticos o funcionarios que intentaban impedirles ejecutar sus danzas. Recopilación, Lib 2°, Tit. 1°, en Censura y teatro..., Documento 57, pp. 380-382.
     En la capital del virreinato, las grandes fiestas religiosas se celebraban públicamente y su organización y control —meticulosamente planeados y codificados— se llevaban a cabo bajo el patrocinio del Cabildo o Ayuntamiento de la ciudad, el Cabildo Eclesiástico de la Catedral y las diferentes órdenes religiosas. Sin embargo, ya desde el siglo XVI aparecieron las censuras a los espectáculos que acompañaban la celebración del Corpus Christi.
     Instituida por decreto papal desde 1264, la fiesta del Corpus Christi o Santísimo Sacramento fue, durante muchos siglos, la más importante del catolicismo. En la Nueva España floreció a partir de 1526 y, tanto en la capital como en Puebla y otras ciudades grandes, poseyó una refinada organización y se celebró con magnificencia. En su origen, los frailes y sus feligreses, los gremios de artesanos y las cofradías se encargaban de los adornos, carros, representaciones y danzas que acompañaban a la procesión.
     En ella desfilaban las autoridades civiles y eclesiásticas, encabezadas respectivamente por el Virrey y el Arzobispo y seguidas por las órdenes religiosas, los funcionarios y la nobleza, los gremios de artesanos y las cofradías de la ciudad. Para el último cuarto del siglo XVI, al terminar la procesión, la celebración culminaba con la representación de un auto sacramental o de una comedia realizada por comediantes profesionales.
     A pesar de su carácter religioso, la fiesta del Corpus se vio siempre marcada por elementos profanos de carácter popular y carnavalesco. La tarasca —posible representación del demonio o del paganismo subyugado por la Eucaristía—, así como los bailes grotescos de gigantes, enanos y cabezudos, le daban un carácter festivo.
     A lo largo de la procesión, en el atrio de la iglesia, o incluso en su interior, podían presentarse bailes puestos por indios, negros o españoles cuyo carácter, las más de las veces, nada tenía de devoto y mucho de lúdico y burlesco. Esta tradición procedía de Europa, donde, tanto en España como en Inglaterra o Francia, el Corpus conservaba, a pesar de la oposición de la Iglesia y de sus infructuosos esfuerzos por reglamentarlo, un carácter festivo —con reminiscencias paganas— que contrastaba con la solemnidad de la ocasión.
     Con la festividad, esos elementos paganos y carnavalescos pasaron al Corpus novohispano, al que se le añadieron las manifestaciones de los indígenas y africanos. Esto provocó la oposición del primer Obispo de México, Fray Juan de Zumárraga quien en 1544-45 lanzó un severo ataque a las celebraciones del Corpus. La descripción que hizo recuerda, sin duda, una fiesta de carnaval:


Y cosa de gran desacato y desvergüenza parece que ante el Santísimo Sacramento vayan los hombres con máscaras y en hábitos de mujeres, danzando y saltando con meneos deshonestos y lascivos, haciendo estruendo, estorbando los cantos de la Iglesia, representando profanos triunfos, como el del Dios del Amor, tan deshonesto y aun a las personas no honestas tan vergonzoso de mirar (...).

Su indignación se dirigía sobre todo contra los europeos, a los que consideraba como portadores de malos ejemplos para los indios, ingenuos y maleables, por lo que advirtió:

Y además de esto hay otro mayor inconveniente, por la costumbre que estos naturales han tenido de su antigüedad, de solemnizar las fiestas de sus ídolos con danzas, sones y regocijos, y pensarían, y lo tomarían por doctrina y ley, que en estas tales burlerías consiste la santificación de las fiestas (...). García Icazbalceta (1988), Vol. III, pp. 438-439, en Censura y teatro... Doc. 2, pp. 241-242.

     Zumárraga murió en 1548, pero todavía se acataba su voluntad en 1550, cuando el Cabildo Eclesiástico ordenó que la procesión se hiciera "de la misma manera que se hacía en vida del señor obispo, sin danzas ni bailes ni fuegos ni invenciones..." Archivo del Cabildo de la Catedral, Libro 1°, 10.7.1550, en Censura y teatro..., p. 242. Sin embargo, la prohibición fue pronto levantada por el Cabildo de la Ciudad, para el cual era una cuestión de honor realizar las fiestas con el mayor lucimiento posible, y sabía que las representaciones, juegos y bailes que lo amenizaban constituían su mayor atractivo.


    Más difíciles de controlar, y por lo tanto con mayores oportunidades de transgredir, fueron las festividades religiosas de los pueblos indígenas y las zonas rurales. En ellos, lejos del control ejercido en los centros urbanos, la religiosidad popular se expresaba plenamente en los espectáculos y el desorden, con la consiguiente oposición del clero y los intentos de reglamentar y prohibir sus manifestaciones.
     Aunque existieron variantes en las costumbres regionales, las celebraciones seguían patrones más o menos generales. Además de las procesiones, representaciones dramáticas, músicas, danzas y voladores, se incluían diversiones caballerescas como justas, batallas navales o campales, carreras de caballos, juegos de cañas y sortijas, escaramuzas y corridas de toros que en muchos pueblos del interior habían pasado ya a ser del dominio popular.
     Las festividades de los santos titulares de los pueblos, el Corpus Christi, la Santa Cruz, la Navidad y Reyes, así como las procesiones y representaciones de la Pasión durante la Semana Santa, constituían los más importantes eventos en la vida de las comunidades. En su preparación se invertían meses enteros, durante los cuales se ensayaba por las noches y se vivía un ambiente de jolgorio y alegría.
     Durante las festividades, la concentración de multitudes resultaba en desórdenes, suciedad, embriaguez colectiva, heridos y hasta muertes, ocasionadas tanto en las riñas violentas que inevitablemente surgían como —con bastante frecuencia— en las corridas de toros, en las que, se dijo, "algunos mueren infelizmente, otros escapan heridos, descalabrados, estropeados y contrahechos". "Relación de Aranza" (1680), en Carrillo Cázares (1993), p. 113.
     A lo anterior hay que añadir las ruidosas celebraciones populares que se generaban —en pueblos y ciudades— con pretexto de las fiestas religiosas. Los peregrinos solían llegar desde la noche anterior a la fiesta, y muchos pernoctaban dentro de las iglesias o acampaban en sus cementerios.
     Allí se velaba, se encendían hogueras, se comía, se ingerían bebidas alcohólicas y la noche transcurría en un ambiente festivo, amenizado por juegos, música, bailes, borracheras y cantos en los que destacaban las coplas satíricas o irreverentes que ridiculizaban toda clase de autoridades o instituciones, por sagradas que fuesen. Esto se repetía, ante iglesias o en plazas y calles, durante todos los días que duraban las fiestas.
     El desorden general, aunado a los considerables gastos que las fiestas ocasionaban a los pueblos y cofradías —que a menudo se vieron al borde de la ruina—, formaron parte de las objeciones que los poderes civil y eclesiástico pusieron a las fiestas religiosas, así como de las medidas que tomaron para contenerlas y normarlas. Mientras que el gobierno se esforzaba por prevenir el desorden, la Iglesia condenaba la mezcla de lo sagrado y lo profano, los bailes y representaciones dentro de los templos y conventos y el ambiente festivo que se generaba. Sin embargo, por el arraigo de estas celebraciones entre el pueblo, la resistencia que opuso a la normatividad y la censura terminaría por hacer infructuosos los esfuerzos de las autoridades.

 


LOS LENGUAJES NO VERBALES EN EL SIGLO XVI

Además de las condiciones mencionadas, muchos casos de censura, interesantes y curiosos, se dieron constantemente a lo largo del territorio virreinal. Entre otras manifestaciones, los lenguajes extraliterarios o no-verbales también inquietaron considerablemente a los religiosos. Desde el siglo XVI aparecieron objeciones al uso de vestuario, insignias y ornamentos eclesiásticos e imágenes sagradas.
      En acatamiento a las disposiciones del Concilio de Trento, que condenaron la mezcla de lo sagrado y lo profano, Felipe II promulgó en 1588 una Real Cédula, en la que prohibía el uso de vestiduras eclesiásticas en los teatros. A ésta seguirían, en todas las épocas, reiteradas disposiciones que —huelga decirlo—, serían sistemáticamente desobedecidas.
     En 1586 se registró un curioso caso cuando se denunció ante el Santo Oficio y se formó proceso a Francisco de Guzmán, "sastre honrado" y mayordomo de la Cofradía de la Soledad en el puerto de Veracruz. Guzmán fue acusado de "haber hecho representaciones con imágenes e indecentemente". De acuerdo con el denunciante, acostumbraba sacar imágenes de la iglesia para ofrecer con ellas representaciones seudo-dramáticas, las cuales daban lugar a irreverencias como ésta:

...y acude luego por detrás de la imagen de la Madre de Dios y métele la mano por bajo de las faldas y comiénzala a mover para que hiciese como ademanes de sentimiento, como si fuera cosa de matachines.

     Sus representaciones habían escandalizado a los vecinos, por lo que el Santo Oficio dispuso que se le prohibiera su práctica y ordenó a su Comisario en Veracruz que, si Guzmán reincidía, "le puede mandar prender y tener en la cárcel algunos días", con lo cual parece haberse frustrado una genuina vocación de titiritero quien, desafortunadamente, había elegido los muñecos equivocados. AGN, Inquisición, Vol. 139, Exp. 29, en Censura y teatro..., pp. 127. y 351-355.



EL SIGLO XVII: FESTIVIDADES RELIGIOSAS Y DANZAS-TEATRO

Al lado de los esfuerzos de la autoridad civil por evitar desórdenes y prevenir incidentes violentos durante las celebraciones religiosas, algunos importantes prelados encaminaron sus esfuerzos a la promulgación de normas y prohibiciones que atañían a los bailes y representaciones que las acompañaban. Entre ellas destacan disposiciones como las dictadas en 1646 por el Obispo de Puebla Fray Juan de Palafox en las que, bajo multa de cien pesos, ordenaba a los curas de su diócesis que impidieran su práctica "en las capillas, hermitas, y cementerios, ni otro lugar sagrado...":

22. Los templos son oratorios de los fieles, adonde hemos de ir a solicitar la divina misericordia, y no a irritar su justicia; y assi no se consientan comedias, ni entremeses, ni bayles profanos, ni danzas, ni otras cossas, que disuenen de la reverencia con que se debe estar en los lugares sagrados, y benditos, porque esto está gravemente prohibido por autoridades de santos, disposiciones del derecho, y constituciones apostolicas. Palafox y Mendoza (1762), Vol. III, Epístola II, Cap. VIII, pp. 197-199, en Censura y teatro..., Documento 8, p. 251.

     Otro tipo de espectáculo que se encontró también con la oposición de las autoridades fueron las danzas-teatro o danzas dialogadas, cuya temática incluía las batallas entre moros y cristianos y la conquista de México, así como la escenificación de historias con temas bíblicos o vidas y martirios de santos. En 1699 se denunciaron los Moros y Cristianos que se practicaban "en toda la sierra de Michoacán, sus pueblos y doctrinas en las muchas fiestas que en cada un año hacen".
    Los danzantes se vestían en la sacristía y usaban vestiduras y ornamentos sagrados. Su desarrollo empezaba con la ruidosa llegada de las huestes de "moros" al exterior de la iglesia, a la que entraban lanzando desafíos, y proseguía en la plaza mayor de la ciudad, ante el "castillo" que se habría de asediar, en el que se encontraba la cruz o una imagen "robada", que las tropas "cristianas" rescatarían.
   Sobre su ejecución en Pátzcuaro se añadió un interesante detalle: "Así en esta ciudad como en los pueblos de indios", en el interior del templo, figuraba un grupo "en traje de negros ridículos", que evolucionaba "haciendo monerías y visajes divirtiendo al auditorio de la iglesia". AGN, Indios, Vol. 15, ff. 124v-125r; Inquisición, Vol. 710, Exp. 2, ff. 8-11bis. Contra este tipo de representaciones, el Arzobispo de México Francisco Aguiar y Seixas había promulgado —al parecer infructuosamente— un severo edicto en 1694.
    Cuando el desorden involucraba a las imágenes sagradas, y las escenificaciones de Moros y Cristianos se combinaban con otros espectáculos, el peligro y la inquietud de los eclesiásticos se redoblaban. Una denuncia, fechada en 1719, hablaba sobre los abusos cometidos en Orizaba en una representación de Moros y Cristianos que se efectuó durante una corrida de toros. En ella, "poco antes del primer toro, sacaron a San Miguel en sus andas" para dar la vuelta al ruedo, pero alguien abrió la puerta antes de tiempo y los toros salieron en tropel provocando una estampida general, durante la cual "estuvo a pique de andar rodando por el suelo la santa imagen". AGN, Inquisición, Vol. 1051, f. 192, en Censura y teatro..., p. 372.
   Aún más que las anteriores, las escenificaciones de historias de santos provocaban el recelo de las autoridades religiosas, que redoblaban sus esfuerzos por reprimirlas. El viajero inglés Thomas Gage, quien estuvo en la Nueva España entre 1624 y 1635, observó que esas manifestaciones, a las que llamó "una tragedia actuada por medio de la danza", eran muy apreciadas por los indígenas de Chiapa y Guatemala. Los desórdenes y las "irreverencias" que acompañaban su ejecución fueron descritos en 1621 por Fray Urbano de Rebenga quien, desde su parroquia en el pueblo de San Lucas, escribió a sus superiores quejándose amargamente. Esas danzas, "donde sacan las historias y martirios de santos como son los apóstoles y de otros santos particulares", se ejecutaban sobre todo durante las fiestas de Santiago y de San Lucas —patrono del pueblo—-:

no hay fiesta ninguna ni es de estima si no hay danza de santos, que ni se estiman las procesiones del Santísimo Sacramento ni de los demás santos ni misas ni sermones sino estas danzas, y borracheras que usan en ellas.

Los indígenas, de acuerdo con Fray Urbano, "todo lo quieren representar y bailar", inclusive los sermones, como sucedió en los pueblos de Santiago y San Diego Xenacoc donde, después de haber predicado sobre la pasión de Cristo,

me pidieron unos indios que les diese aquello por escrito, porque querían sacar una representación de ello, y los unos de ellos me dijeron que ya estaban concertados para representarlo.

Las fiestas resultaban demasiado costosas y los indígenas, para pagarlas "se venden y empeñan", adquiriendo penosas deudas. Además, alquilaban lujosas ropas para bailar y usaban vestiduras y accesorios eclesiásticos tomados de las iglesias. Los participantes adquirían gran prestigio entre su comunidad, y uno de sus feligreses le confesó a Fray Urbano que la mayoría de ellos bailaban por el éxito que lograban con las mujeres, en especial los que interpretaban al "señor emperador tirano" o al santo mártir. Durante las fiestas, espectadores y danzantes participaban en la embriaguez general, y se cometían abusos de los que el sacerdote se confesaba escandalizado,

viendo borracho al que hace la figura del santo, unas veces corriendo, otras danzando y otras cayendo, y viniendo al martirio del santo no podían hacer mas fieros ademanes, así de contento y de escarnio, los que verdaderamente martirizaron el santo, como lo hacen los indios.

Ese tipo de comportamiento parece haber sido bastante común en muchos pueblos.
Para reforzar sus argumentos, el fraile relataba cómo, en uno de ellos,

sacaron una danza y en ella los doce apóstoles: dos de ellos se apartaron de una danza, y los hallaron entretenidos con dos muchachos y con sus vestidos y insignias los llevaron a la cárcel.

Por escándalos similares, el Provisor del Obispado había prohibido esas danzas, pero los indígenas, apoyados por sus autoridades civiles, se negaban a obedecer. Los esfuerzos de Fray Urbano para suspender en San Lucas la ejecución de danzas-teatro de temas bíblicos y santos resultaban inútiles, pues —decía— con la complicidad de "los religiosos y seculares", y de "su encomendero", los indios "cobran atrevimiento". Cuando los reprendió, "con grandísima libertad dijeron que ya tenían alquiladas las vestiduras y que habían de danzar así yo no quisiere":

Ahora, por haber yo reprendido esto en este pueblo de San Lucas, se han amotinado todos los indios contra mí, que si pudieran ponerme las manos lo hicieran, y han jurado que aunque me pese han de danzar, y así se ensayan para ello. Y en odio de esto, mas de cien personas, que habían de comulgar para el domingo que viene que celebro la fiesta del Rosario de Nuestra Señora, no quieren venir ni comulgar porque les prohíbo las danzas; y juran que me han de hacer quitar de aquí, y otras cosas de gente de poco juicio, y algo libres. AGN, Inquisición, Vol. 486 2ª Parte, ff. 669-673r.

Por todas partes, los indígenas oponían una tenaz resistencia. Muchos de los religiosos —excepto los más aguerridos o con más apoyo—, sobre todo en los pueblos alejados, sabían que se encontraban en desventaja cuando tenían que enfrentarse, solos, a la oposición y al desafío de todo un pueblo.
    

 


LOS CICLOS DE LA PASIÓN Y DE NAVIDAD EN EL SIGLO XVIII

El siglo XVIII marcó no sólo el mayor florecimiento y difusión de ciclos dramáticos como los de la Pasión y Navidad, sino la más abierta condena de la Iglesia, que inauguró una época de reformas que condujo a una decidida persecución contra el teatro religioso popular. Dos importantes factores contribuyeron a ello: la inveterada enemistad de los eclesiásticos y las ideas de la Ilustración. Mientras ésta condenaba en nombre de la propiedad, la modernidad y la razón, la Iglesia lo hacía en nombre de la moral.
     El año de 1765 fue decisivo, dada la prohibición de representar autos sacramentales, promulgada por Carlos III como parte de una serie de medidas para desterrar la superstición y desacralizar y reformar las manifestaciones teatrales, a la que siguieron, en 1772, 1777 y 1780, las prohibiciones de bailar dentro de las iglesias y la exclusión de la Tarasca y los gigantes de las procesiones del Corpus Christi.
     Como consecuencia, en la Nueva España se desarrolló una intensa campaña para implantar esas reformas, y a partir de esos años se inició una verdadera "marginación" de las manifestaciones escénicas de la religiosidad popular. Estas manifestaciones no lograron escapar al largo brazo de la censura.
     En 1757, al parecer infructuosamente, el arzobispado había prohibido las Danzas de los Santiaguitos y las representaciones en lenguas indígenas de La Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, pero en1768 el Santo Oficio inició una investigación sobre las mismas representaciones, que tradicionalmente se ejecutaban —en castellano— en los pueblos de la región de Tlaxcala, Puebla y México.
     Se alegaba que los textos, transmitidos de una generación a otra, habían degenerado, tanto en su lenguaje como en su puesta en escena, rebosando de elementos que a los ojos religiosos aparecían no sólo como escandalosos sino hasta blasfemos. De acuerdo con las denuncias, el personaje de Judas se había convertido en un gracioso de comedia, que mantenía al público en constante alegría, en detrimento de la seriedad del tema.
     Numerosos textos fueron recogidos en la región de Chalco, y se entregaron a dos sacerdotes calificadores del Santo Oficio, quienes emitieron opiniones contradictorias; mientras el primero los condenó tajantemente, con el segundo los inquisidores tuvieron que enfrentarse con un hombre de vasta cultura y avanzadas ideas: el maestro y ex-provincial de la Orden de Predicadores Fray Francisco de Larrea, quien defendió brillantemente las representaciones de La Pasión.
     Desplegando no sólo su erudición sino un gran sentido del humor, el Padre Larrea, realizó un extenso análisis del teatro religioso desde la Edad Media, demolió los argumentos de los opositores, propuso soluciones escénicas de asombrosa modernidad que se emparentan con las teorías brechtianas y afirmó categóricamente que las representaciones que se hacían en su convento resultaban más taquilleras que la verdadera Pasión de Cristo:

...se representa el espectáculo en esta iglesia de nuestro convento con tan saludables efectos en el ánimo de los fieles, que se puede dudar, si hubo tan feliz éxito el original en el Calvario como lo tiene el representado cada año en este tiempo.

Ante el cuestionamiento de que en las representaciones se repitieran las palabras de Cristo y se escenificaran ceremonias como la consagración de la hostia, Larrea sacó sorprendentes conclusiones. La ilicitud residía únicamente en el hecho de que "se persuaden los representantes y asistentes que aquella consagración es verdadera"; el remedio consistía en demostrar a actores y espectadores que era "puramente representada".
     El actor que interpretaba a Cristo debía tomar distancia de su personaje y decir a los espectadores: "Yo, que indignamente represento la persona de Nuestro Señor, os hago saber..." Su defensa concluía con una brillante paráfrasis del pensamiento de Tomás de Aquino: todas las representaciones dramáticas eran lícitas "mientras la malicia humana no abuse de ellas". AGN, Inquisición, Vol. 1072, Exp. 10, en Censura y teatro..., pp. 134-136 y 299-319.
  Al principio se acató el dictamen del Padre Larrea, pero poco después el Santo Oficio resolvió prohibir las representaciones de La Pasión. En 1769, el Arzobispo de México y su Provisor decretaron que, además de las "representaciones en vivo de la Pasión de Cristo nuestro redentor", quedaban prohibidas las pastorelas y autos de los Reyes Magos, "por las irreverencias que se ejecutan, y profanación de vestiduras y ornamentos sagrados". En el mismo edicto se proscribieron también el Palo del Volador (que años antes había sido permitido), las Danzas de Santiaguito y "otros bailes supersticiosos". Vera (1887), Tomo 3°, pp. 6-7, en Censura y teatro..., p. 259.


     Estas medidas afectaron a otro importante ciclo, que sufrió también los embates de la censura. Los coloquios y pastorelas que se presentaban dentro de las iglesias o en sus atrios durante la temporada de Navidad. Estas celebraciones —típicamente franciscanas— se contaron entre las primeras que se implantaron —por Pedro de Gante— en la Nueva España, y para la segunda mitad del siglo XVIII habían alcanzado una gran popularidad.
     Además de las presentadas en recintos religiosos, el pueblo en general las practicaba como diversión privada durante los festejos de la Navidad y Reyes Magos, y su tradición dio origen a las "posadas".
     La realización de estas puestas en escena caseras, cuya temática abarcaba desde el nacimiento de Cristo y el anuncio hecho por los ángeles a los pastores hasta la adoración de los Reyes Magos, corría a cargo de aficionados y se llevaba a cabo en sus casas, con la asistencia de familiares y amigos. Para los participantes, la diversión se iniciaba desde los primeros ensayos y culminaba con las representaciones.
     Estas celebraciones fueron objeto de numerosas denuncias, tanto ante las autoridades civiles como ante la Inquisición; en casi todas ellas se alegaba que, por su tema, este tipo de representaciones debía comprenderse dentro de la prohibición real de autos sacramentales hecha en 1765, a lo que se añadía que se efectuaban en casas particulares, las más de las veces sin licencia ni supervisión eclesiástica o civil.
     Además, se objetaba que en ellas se mezclara lo sagrado con lo profano al utilizar vestuario y ornamentos religiosos y se incluyeran —como en el teatro profesional— entremeses, canciones y bailes profanos. Los púdicos denunciantes clamaban porque se prohibieran, debido a las agravantes anteriores y a los "graves" peligros morales y "ocasiones de pecados públicos" que implicaba la reunión de personas de ambos sexos, tanto entre los "actores" como entre los espectadores.
     En 1808, este género fue prohibido por partida doble, mediante edictos promulgados, respectivamente, por el Virrey Garibay y el Arzobispo de México Lizana y Beaumont. Lo infructuoso de los esfuerzos por reglamentar y controlar las manifestaciones lúdicas populares se había hecho patente a lo largo de la época virreinal, tanto en la continuidad de dichas prácticas como en la recurrencia de las prohibiciones, así como en la alternancia perenne de la normatividad con la transgresión.

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