CONTENIDO POR DISCIPLINAS

martes, 13 de abril de 2021

Reflexiones sobre el principio de responsabilidad de Hans Jonas

 Y está claro que la humanidad se ha vuelto demasiado numerosa -gracias a las mismas bendiciones de la técnica- como para mantener la libertad de volver a una fase anterior. Sólo puede caminar hacia delante, y tiene que obtener de la técnica misma, con una dosis de moral moderadora, la medicina para su enfermedad. Éste es el eje de una ética de la técnica.


Hans Jonas, Técnica, medicina y ética



El ser humano vive enajenado por máquinas. Se ha vuelto esclavo de la televisión, computadora, automóvil, avión, cámaras de video y tantas otras cosas; ellas gobiernan su vida. Lo más preocupante es que el hombre usa también la técnica para matar, no sólo a otros hombres sino a la naturaleza. Se habla de bombas atómicas, de bombas de neutrones, de robots que remplazan a los hombres en su trabajo, de genética que promete crear –más bien fabricar- “genios”, del sometimiento de la naturaleza por la intervención de la técnica. En tales circunstancias, es necesario mantener los ojos muy abiertos ante la tecnología desencadenada y que parece no tener freno. Es nuestro deber, si queremos seguir vivos, hacer una reflexión moral sobre si podemos incidir en este avance constante de la ciencia y la tecnología, es indispensable preguntarnos si la naturaleza moral del ser humano puede permitirse eso.

Fue Hans Jonas (1903-1993), filósofo judío-alemán,2 quien tuvo como referente la crisis de la modernidad para realizar un análisis exhaustivo de la civilización tecnológica, y quien se preocupó por hacer una ética que partiera de un hecho: el hombre es el único ser conocido que tiene responsabilidad. Sólo los seres humanos pueden escoger consciente y deliberadamente entre alternativas de acción y esa elección tiene consecuencias. La responsabilidad 3 emana de la libertad, o, en sus propias palabras: la responsabilidad es la carga de la libertad. La responsabilidad es un deber, una exigencia moral que recorre todo el pensamiento occidental, pero hoy se ha vuelto más acuciante todavía porque en las condiciones de la sociedad tecnológica ha de estar a la altura del poder que tiene el hombre.

La ética de Jonas tine un elemento deontológico que finalmente plantea un imperativo (deon: deber, logos: ciencia). Pero no conviene olvidar que se parte de un argumento prudencial, prácticamente aristótélico.4 Su imperativo nace por las nuevas condiciones de vida provocadas por la amenaza tecnológica. Para Jonas, la responsabilidad moral arranca de una constancia fáctica (la vulnerabilidad de la naturaleza sometida a la intervención de la técnica del ser humano) como de un a priori kantiano de respeto a la vida, en todas sus formas.

Según Jonas, la acción humana ha cambiado profundamente en las últimas décadas; esta transformación se debe a los desarrollos tecnocientíficos y a la dimensión colectiva de la acción. Como consecuencia de esta transformación, la naturaleza y la humanidad están en peligro. Antaño, las intervenciones de los hombres en la naturaleza eran muy modestas y no ponían en peligro los grandes ritmos y equilibrios naturales; hoy, el medio artificial extiende sus redes y su explotación al conjunto del planeta, poniendo en peligro la biosfera, tanto global como localmente. Frente al tecnocosmos en perpetuo crecimiento, la naturaleza se ha vuelto precaria, vulnerable, su autopreservación no está asegurada en absoluto. A partir de ahora reclama la vigilancia, la responsabilidad y la moderación de los seres humanos. La existencia está igualmente amenazada: ya de manera indirecta, debido a las amenazas que pesan sobre la biosfera, de la que los seres humanos dependen, ya de manera directa, a causa del desarrollo de los medios tecnológicos de destrucción masiva. La esencia de la humanidad también estaría en peligro porque las tecnociencias abordan cada vez más al ser humano como una realidad biofísica, modificable, manipulable u operable en todos sus aspectos. La ciencia moderna y la tecnociencia han “naturalizado” e “instrumentalizado” al hombre, éste es un ser vivo producido por la evolución natural, de la misma manera que los otros seres vivos, sin nada diferente que haga de él un miembro de una sobrenaturaleza; por tanto, también es contingente y transformable, operable en todos los sentidos.

Los riesgos asociados a las tecnociencias habrían sido limitados de no haberse impuesto, al mismo tiempo que la tecnociencia, un estado de espíritu nihilista. Esto implica la desaparición de todos los “pretiles” teológicos, metafísicos u ontológicos, quienes sostenían la creencia en la existencia de límites absolutos que el saber (la verdad religiosa o metafísica) nos presentaba como infranqueables y cuya moral prohibía los intentos de trasgresión. Antes de la destrucción nihilista de la religión y de la metafísica había un “orden natural” y una “naturaleza humana” que, por sí mismas, revestían un valor y un sentido sagrados a los que se debía respeto absoluto; la ciencia moderna, en un primer momento, como método puso entre paréntesis los valores, las significaciones y las finalidades que la tradición consideraba inscritas en el mundo. Pero esta metodología se ontologizó rápidamente. Se pasó de la suspensión metódica a la tesis de que ni en la naturaleza ni en el universo hay ningún valor en sí ni ninguna finalidad dada. El mundo vacío de sentido y las cosas naturales se convirtieron en simples objetos; paralelamente, los hombres se convirtieron en fuente exclusiva de todo valor, de toda finalidad y de toda significación. Únicamente la voluntad de los seres humanos puede dar o no valor a las cosas; únicamente los seres humanos introducen finalidades (metas) en el mundo y buscan los medios para realizarlas. En ausencia de Dios y de todo sentido u objetivo natural dado, la libertad humana de inventar fines y de imponer valores parece ilimitada, abismal; esta transformación del lugar del hombre en el universo se siente también como una emancipación ilimitada de la humanidad respecto de todas las coerciones de su condición. Hay una convergencia entre el hecho de que todas las barreras simbólicas (morales, religiosas, metafísicas) sean impugnadas y poco a poco destruidas, por un lado y, por otro, el hecho de que, a medida que las ciencias y las técnicas se desarrollan, se vaya imponiendo la concepción de una realidad cada vez más libremente manipulable. Una expresión contemporánea de esta convergencia es “el imperativo tecnocientífico”, en el que se dan la mano nihilismo y utopismo. El ser humano también está sometido al proceso de naturalización, objetivación y operacionalización, es el blanco de las tecnociencias. Por otra parte, sigue siendo el sujeto, único origen de todo valor y de toda meta. En esas condiciones, nada se opone a lo que ciertos hombres emprenden sobre sí mismos y sobre los demás, con total desprecio por la experimentación que va asociada a finalidades y a (des)valorizaciones arbitrariamente decididas, al capricho de su voluntad o de su deseo.

Según Jonas, el humanismo y todos sus valores (libertades individuales, fe en el progreso de las ciencias y de las técnicas, tolerancia, pluralismo, libre examen, democracia, etcétera) dependen del nihilismo. Para el humanista, sólo el hombre es fuente de sentido, de valores y de finalidades. Pero el humanismo no puede ofrecer una defensa segura del exceso de la tendencia (el nihilismo) de la que él mismo forma parte. El humanismo confía en la posibilidad de modificar la condición humana y se siente tentado de echar mano de todas las posibilidades tecnocientíficas y políticas que ayuden a la emancipación de la humanidad respecto de las servidumbres de la finitud. La alianza del humanismo y el materialismo es una de las fuentes principales de explotación de la biosfera. No hay que esperar que la democracia ni la opinión pública eviten las catástrofes con el fin de garantizar el futuro de la naturaleza y de la humanidad. El hombre solo no es capaz de asegurar el valor y la supervivencia de la humanidad, por tanto, es imperioso garantizar de otra manera –con independencia de los hombres y, llegado el caso, contra su voluntad (la libertad)– el valor y la supervivencia del ser humano. Esta garantía debe ser absoluta, no dependiente del deseo individual o colectivo, debe ser teológica o, por lo menos, ontológica o metafísica.

Es necesaria la fundación absoluta del valor de la humanidad,5 tal como existe y ha existido siempre, tal fundación se apoya en una concepción finalista de la naturaleza que combina motivos aristotélicos y evolucionistas: la observación de la naturaleza viva pone de manifiesto por doquier el despliegue de comportamientos funcionales o intencionales, es decir, con finalidad. De lo contrario, los órganos y los organismos del mundo vivo resultan ininteligibles. Ahora bien, el organismo que tiende a un fin otorga también valor a este fin: fines y valores van unidos, llenan la naturaleza, y el ser humano no es en absoluto su fuente. Si se considera la evolución en su conjunto, se observa la aparición de seres vivos de comportamiento finalista cada vez más rico y diversificado. El sentido de la evolución es el acrecentamiento de la finalidad. Este proceso culmina con el ser humano, que es el ser vivo más rico y activamente finalista. El fin de la evolución natural, por tanto, sería el hombre, el ser vivo que no deja de inventar fines. En este sentido, dado que fin es igual a valor, el hombre, fin supremo de la naturaleza, es también el valor supremo. Éste –el valor de la humanidad– no depende, pues, de la humanidad, sino que es impuesto por la naturaleza misma, es decir, tiene su fundamento en la naturaleza. La humanidad debe respetar este valor que es su propio valor: debe respetarse a sí misma tal como la naturaleza la ha engendrado. Puesto que es el ser vivo inventor de fines y valores por excelencia, el hombre puede y debe ejercer su libertad y su creatividad finalistas, pero con respeto a la naturaleza y a su propia naturaleza. Así, no puede intervenir en el orden natural, que se revela sagrado; el hombre sólo puede ejercer su libertad creadora en el plano simbólico, antes de ser creador, es criatura (de Dios o de la naturaleza) y no puede, sin provocar una catástrofe, perturbar el orden del que forma parte.

La conclusión de Jonas es que el nihilismo y las tecnociencias que obedecen al imperativo técnico van contra este ejercicio, esencialmente simbólico, de la libertad humana en el respeto a un orden natural, ontológico o, incluso, teológico. Contra este imperativo, es menester afirmar otro imperativo, fundado en la naturaleza misma de las cosas y que se enuncia así:

Actúa de tal manera que las consecuencias de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida auténticamente humana en la Tierra.

¿Cómo se lleva esto a cabo? Según Jonas, en nuestras acciones deberíamos guiarnos por una heurística del miedo. La heurística del miedo lleva a detener toda empresa tecno-científica de la que se puedan imaginar consecuencias “contra natura” en forma de eventual abuso, extravíos o patinazos. Pero, ¿quién debe guiar tal heurística? No hay que esperar que la gente, la opinión pública, se ponga espontáneamente del lado de la contención, la moderación y la prudencia, especialmente en una civilización que valora el consumo de la novedad y que mantiene la utopía del progreso ilimitado. El modelo de la ética de la responsabilidad, según Jonas,6es expresamente paternalista, implica que se actúe en bien de los otros y, llegado el caso, a pesar de ellos. El poder debe ir a manos de un gobierno de sabios, esclarecidos por la heurística del miedo y capaz de imponer las medidas de salvación. La legitimidad de tal gobierno se basa en la “naturaleza de las cosas”. La naturaleza de las cosas se impone apenas se ha comprendido la realidad y la naturaleza del “peligro absoluto” (nihilismo y tecnocracia) y se ha adherido a una metafísica finalista. Por tanto, el filósofo es quien legitima el poder político llamado a salvar a la humanidad del nihilismo tecnocientífico en el cual la modernidad se ha embarcado.

Veamos, paso a paso, cómo Hans Jonas estudia, en el primer capítulo de su libro La ética de la responsabilidad, los cambios que se han producido en la historia de la humanidad, poniendo el acento en la vocación tecnológica del homo sapiens y en lo que esto representa desde el punto de vista de la relación entre el hombre y la naturaleza y desde un punto de vista de las relaciones entre los hombres. Jonas analiza las características de la ética habida, los viejos y nuevos imperativos, y la ausencia de una ética orientada al futuro. Discute con la ética kantiana para poner de manifiesto que su máxima principal apunta a la coherencia lógica del individuo en sus acciones, lo cual es insuficiente cuando se ha tomado conciencia de la importancia de la dimensión temporal, esto es, de la responsabilidad colectiva con el futuro, con los hombres del futuro. Reconoce, sin embargo, que ha habido otras éticas en la modernidad que no son éticas de la contemporaneidad y de la inmediatez, sino del futuro, y adelanta que su propia ética de la responsabilidad tendrá que medirse con esas otras (religiosas y laicas), en particular con las que denomina utópicas.

Jonas señala que la ciencia y la técnica han modificado profundamente las relaciones entre hombre y mundo.7 Para los antiguos, la potencia humana era limitada y el mundo, infinito. Jonas propone el ejemplo de la ciudad griega, que era un enclave civilizado rodeado de un entorno amenazador, de bosques y selvas. Hoy la situación se ha invertido y la naturaleza se conserva en parques naturales, rodeados de civilización y tecnología, la naturaleza es débil y está amenazada. El ser humano tiene el deber moral de protegerla y ese deber aumenta en la medida que sabe lo fácil que es destruir la vida. La ética hoy debe tener en cuenta las condiciones globales de la vida humana y de la misma supervivencia de la especie.

Las éticas que han existido hasta ahora comparten tácitamente premisas como la condición humana, resultante de la naturaleza del hombre y de las cosas, la cual permanece, en lo fundamental, fija de una vez para siempre; sobre esa base es posible determinar con claridad y sin dificultades el bien humano, el alcance de la acción humana y, por ende, de la responsabilidad humana están estrictamente determinados. Tales premisas ya no son válidas debido a que ciertos desarrollos de nuestro poder han modificado el carácter de la acción humana. En consecuencia, la ética tiene relación con las acciones, de ahí que Jonas afirme que la modificada naturaleza de las acciones humanas exige un cambio también en la ética. Esto no sucede únicamente porque los nuevos objetos hayan entrado a formar parte de la acción humana y hayan ampliado materialmente el ámbito de los casos a los que han de aplicarse las reglas válidas de comportamiento, sino también, en un sentido mucho más radical, porque la naturaleza, cualitativamente novedosa, de varias de nuestras acciones ha abierto una dimensión totalmente nueva de relevancia ética, no prevista en las perspectivas y cánones de la ética tradicional.8

Las nuevas capacidades de las que habla Jonas son las de la técnica moderna, por eso se pregunta en qué modo afecta esa técnica a la naturaleza de nuestras acciones y en qué medida hace que las acciones se manifiesten de modo distinto a como lo han hecho a lo largo de todos los tiempos. La respuesta a estas preguntas está en que el hecho de la técnica hoy tiene una repercusión planetaria. Todo esto ha cambiado de forma decisiva. La técnica moderna ha introducido acciones de magnitud tan diferente, con objetos y consecuencias tan novedosos, que el marco de la ética anterior no puede ya abarcarlos; un ejemplo es el descubrimiento de la vulnerabilidad de la naturaleza, el cual dio lugar al concepto y a la investigación ecológica. Esta vulnerabilidad pone de manifiesto, a través de los efectos, que la naturaleza de acción humana ha cambiado de facto y que se le ha agregado un objeto de orden totalmente nuevo: nada menos que la entera biósfera del planeta, de la que hemos de responder ya que tenemos poder sobre ella. Es por eso que la naturaleza, en cuanto responsabilidad humana, es un novum sobre el cual la teoría ética tiene que reflexionar. De ahí que debemos preguntarnos “¿Qué clase de obligación actúa en ella? ¿Se trata de algo más que de un interés utilitario? ¿Se trata simplemente de la prudencia que nos impide matar a la gallina de los huevos de oro o cortar la rama sobre la que uno está sentado? Pero ¿quién es ése <<uno>> que está en ella sentado y que quizás caiga al vacío? Y ¿cuál es mi interés en que permanezca en su lugar o se caiga?”.9

En tales circunstancias, el saber se convierte en un deber urgente que va más allá de lo que antes se pidió de él, ya que la tecnología ha cobrado significación ética por el lugar central que ocupa ahora en la vida de los fines subjetivos del ser humano. Esto exige una reflexión moral y una nueva clase de imperativos. Si la esfera de la producción ha invadido el espacio de la acción esencial, la moral tendrá entonces que invadir la esfera de la producción de la que anteriormente se mantuvo alejada, y habrá de hacerlo en forma de política pública.

En el capítulo que titula “Viejos y nuevos imperativos”, Jonas considera que el imperativo categórico de Kant que decía: “Obra de tal modo que puedas querer también que tu máxima se convierta en ley universal”10 es un imperativo que en el mundo contemporáneo debe formularse de distinta manera para que se adecue al nuevo tipo de acciones humanas y esté dirigido al nuevo tipo de sujetos de la acción, por esta razón debe formularse así: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra”; o, expresado de manera negativa: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de esa vida” o tan sólo: “No pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra”; o, formulado otra vez positivamente: “Incluye en tu elección presente, como objeto también de tu querer, la futura integridad del hombre”.11 El nuevo imperativo dice que nos es lícito arriesgar nuestra vida, pero que no nos es lícito arriesgar la vida de la humanidad porque no tenemos derecho, porque, al contrario, tenemos una obligación para con aquello que todavía no es en absoluto. Resulta evidente que el nuevo imperativo se dirige más a la política pública que al comportamiento privado, pues éste constituye la dimensión causal en la que el imperativo es aplicable. El imperativo categórico de Kant estaba dirigido al individuo y su criterio era instantáneo, invitaba a cada uno de nosotros a considerar qué es lo que sucedería si la máxima de nuestra acción actual se convirtiera en principio de una legislación universal o bien, si lo fuera ya en ese instante; la autoconcordancia o no concordancia de tal universalización hipotética es prueba de mi elección privada. El nuevo imperativo llama a otro tipo de concordancia, no a la del acto mismo, sino a la concordancia de sus efectos últimos con la continuidad de la actividad humana en el futuro. Y la universalización que contempla no es de ningún modo hipotética, es decir, no es la mera transferencia lógica del yo individual a un todo imaginario y sin ningún vínculo causal con ello. Al contrario, las acciones sometidas al nuevo imperativo -acciones del todo colectivo- tienen su referencia universal en la medida real de su eficacia, se totalizan a sí mismas en el progreso de su impulso y no pueden sino desembocar en la configuración del estado universal de las cosas. Esto añade, al cálculo moral, un horizonte temporal que falta en la operación lógica del imperativo kantiano: si éste remite a un orden siempre presente de compatibilidad abstracta, el imperativo de Jonas remite a un futuro real previsible como dimensión abierta de nuestra responsabilidad.12

Si bien la ética jonasiana no es la única ética orientada al futuro (recuérdese los tres ejemplos que pone Jonas sobre este tema, éstos son: la conducción de la vida terrena, hasta la inmolación de su felicidad, con vistas a la salvación eterna del alma; el providente cuidado del legislador y el gobernante por el bien común futuro; la política de la utopía, con la disposición a utilizar a los que ahora viven como simple medio para una determinada meta –o a apartarlos como un obstáculo para ella-, el ejemplo es el marxismo revolucionario, ante las nuevas dimensiones de la acción humana), la ética que propone Jonas, parte de que las nuevas clases y dimensiones de acción exigen una ética de la previsión y la responsabilidad ajustada a aquéllas, una ética tan nueva como las circunstancias a las que se enfrenta.

La utopía que trae consigo el progreso técnico. Hay muchos ejemplos de utopía que se han planteado a lo largo de este trabajo (futura creación de seres humanos por manipulación genética, futura prolongación de la vida, control de la conducta por diversos métodos, posible desaparición de la existencia humana debida a una cátastrofe nuclear, etc.), la característica de todos ellos es que todos poseen un rasgo utópico –rasgo inherente a nuestra acción en las condiciones de la técnica moderna, o bien, su tendencia utópica. En virtud de su efecto de bola de nieve, la capacidad tecnológica moderna ha hecho que cada vez más se reduzca la distancia entre los deseos cotidianos y los fines últimos, entre las ocasiones de ejercer la prudencia usual y las de ejercer una sabiduría iluminada. Hoy en día vivimos a la sombra de un utopismo que no queremos, sin embargo, está incorporado a nosotros, continuamente nos estamos enfrentando a perspectivas últimas cuya elección positiva requiere de la mayor sabiduría. Resulta una situación imposible para el ser humano en general, que no posee esa sabiduría, y en particular para el ser humano contemporáneo, que niega incluso la existencia del objeto de esa sabiduría, es decir, la existencia de valores absolutos y de una verdad objetiva.

De esta manera, la nueva naturaleza de nuestras acciones exige una nueva ética de más amplia responsabilidad proporcionada al alcance de nuestro poder y una nueva clase de humildad. Pero una humildad no debida, como antes, a nuestra insignificancia, sino a la excesiva magnitud de nuestro poder, es decir, al exceso de nuestra capacidad de valorar y de juzgar. Y vamos a ver que “ante el potencial casi escatológico de nuestros procesos técnicos, la ignorancia de las consecuencias últimas será en sí misma una razón suficiente para una moderación responsable, que es lo mejor, tras la posesión de la sabiduría”.13

Otro aspecto que menciona Jonas sobre esta nueva ética de la responsabilidad por un futuro remoto, y de la justificación ante él, es la duda sobre la capacidad del gobierno representativo para responder adecuadamente con sus principios y procedimientos habituales a las nuevas exigencias. Esto es así debido a que “de conformidad con estos principios y procedimientos, sólo se hacen oír y sólo se hacen valer, obligando a tomarlos en consideración los intereses presentes. Las autoridades públicas han de rendir cuentas ante ellos y es así como se concreta el respeto a los derechos, a diferencia de su reconocimiento abstracto”.14 Jonas agrega que “mas el futuro no está representado en ningún grupo; él no constituye una fuerza capaz de hacer notar su peso en la balanza. Lo no existente no es un lobby y los no nacidos carecen de poder. Así pues, la consideración que se les debe no tiene tras de sí ninguna realidad política en el proceso de decisión actual; y cuando los no nacidos tuvieran la posibilidad de exigirla, nosotros, los deudores, ya no estaríamos allí”.15

Lo anterior replantea el poder de los sabios o de la fuerza de las ideas en el cuerpo político. La cuestión de qué fuerza debe representar al futuro en el presente es un problema de filosofía política, dice Jonas, pero dejándola de lado, lo que nos interesa es que la nueva ética encuentre una teoría, en la que se fundamente los mandatos y las prohibiciones, o sea, un sistema del “debes y no debes”. Lo que quiere decir que, antes de preguntar qué poder ejecutivo o qué poder de influencia debe representar al futuro en el presente, Jonas añade, está la pregunta de qué inteligencia o qué saber de los valores debe hacerlo.

Ahora bien, ante el poder que el saber humano ha desencadenado, se ha hecho necesario que sea regulado por normas, por una ética que pueda poner freno a esas capacidades extremas que hoy poseemos y que nos sentimos casi obligados a aumentar y ejercitar. La ética está para regular las acciones del poder que el ser humano tiene sobre la naturaleza y su entorno social. Las nuevas capacidades que el hombre ha desarrollado requieren nuevas reglas éticas y quizás, incluso, una nueva ética. Cuando aparece el precepto “no matarás”, aparece porque, en primer lugar, el hombre tiene el poder de matar, como también tiene la inclinación a hacerlo. La presión de los hábitos reales hace que aparezca la ética reguladora de tales acciones a la luz de lo bueno o lo permitido, tal presión brota de las nuevas capacidades tecnológicas de acción del hombre cuyo ejercicio es inherente a su existencia. La acción tecnológica colectiva y acumulativa es novedosa en cuanto a sus objetos y magnitud, y por sus efectos, independientes de toda intención directa, no es ya éticamente neutra.

Jonas es un enemigo radical de las utopías (su “principio de responsabilidad” es un largo debate contra el “principio de esperanza” de E. Bloch). La utopía consideraba que en el mundo todo era posible y nada estaba escrito, pero la experiencia de la bomba atómica, de la contaminación y de la Shoah, demuestra que, moralmente, la utopía puede acabar siendo la justificación del asesinato a gran escala y de la destrucción del planeta. La utopía decía a los hombres “Tú puedes hacerlo; y, en cuanto puedes, debes”. La responsabilidad exige, sin embargo, cálculo de riesgos y, en la duda, si algo puede fallar, es mejor no hacerlo.

¿Por qué nuestro deber es para con el futuro? Jonas parte del principio de que “toda vida plantea la exigencia de vida” y que, por esta razón, es éste el derecho que hay que respetar. Lo que no existe no puede plantear exigencias y, en consecuencia, tampoco sus derechos pueden ser vulnerados. Podrá tener derechos si alguna vez llega a ser, pero no los tiene por la posibilidad de que alguna vez pueda llegar a ser. Aclara nuestro autor que la exigencia de ser comienza con el ser, sin embargo, la ética que se busca está orientada hacia todo lo que todavía no es, por ejemplo, los no nacidos. Con todo y eso la preocupación por el futuro es tal que no podemos dejar de pensar en lo que todavía no es.

En la moral tradicional, hay un caso de responsabilidad y un deber elemental no recíproco que se reconocen y practican espontáneamente: la responsabilidad y el deber para con los hijos que hemos traído al mundo y que, sin nuestros cuidados perecerían. Se espera que en la vejez los hijos se ocupen de los padres, pero no es, sin duda, condición de responsabilidad. El ejemplo citado es el arquetipo de toda acción responsable, que se halla implantado por la naturaleza en nosotros. Pero si reflexionamos sobre el principio ético ahí vigente puede verse que el deber para con los hijos y el deber para con las generaciones futuras no es el mismo. Hay un deber al tener que cuidar a un niño que ya existe, es nuestra responsabilidad fáctica, ya que somos los autores de su existencia.

El deber para con las generaciones futuras es más difícil de fundar; no se puede fundamentar a partir del mismo principio que el del caso anterior. El derecho de los no nacidos no se puede fundamentar, pero sabemos que es necesario pensar en los que vendrán, pensar en posibilitar la esencia humana de la humanidad futura. Cabe decir que los peligros que amenazan la futura esencia humana son, en general, los mismos que, en mayor medida, amenazan la existencia. Lo que quiere decir que debemos de velar por los seres humanos futuros, por su deber de conformar una auténtica humanidad y, por lo tanto, por su capacidad para tal deber, por su capacidad a atribuírselo. Velar por esto es nuestro deber fundamental en vistas al futuro de la humanidad.

Jonas no piensa únicamente en la responsabilidad que tenemos para la humanidad que ya existe hoy, también piensa en la humanidad que aún no ha nacido y para la cual también tenemos responsabilidades. Dirá que el primer imperativo es pensar en la existencia de que haya humanidad. Esto pone en juego una idea de hombre, idea tal que exige la presencia de su materialización en el mundo, en otras palabras es una idea ontológica. Esta idea ontológica crea un imperativo categórico: que haya seres humanos. Finalmente, una ética orientada hacia el futuro no es una ética en cuanto doctrina del obrar –a la que pertenecen todos los deberes para con los seres humanos futuros-, sino en la metafísica en cuanto doctrina del ser, de la que una parte es la idea del hombre.16

Fundamentación y distinciones de una teoría de la responsabilidad. Afirma Jonas que fundar el bien o el deber en el ser significa trazar un puente sobre el supuesto abismo entre deber y ser, puesto que lo bueno y lo valioso, cuando lo es por sí mismo y no sólo por un deseo, necesidad o elección es, por su propio concepto, aquello cuya posibilidad contiene la demanda de su realidad; con ello se convierte en un deber tan pronto como exista una voluntad capaz de percibir tal demanda y transformarla en acción. Por esto dice Jonas que

Un mandamiento puede partir no sólo de una voluntad que mande –un Dios personal, por ejemplo-, sino que puede partir también de la inminente exigencia de su realización de un bien-en-sí. Y el ser-en-sí del bien o el valor significa que pertenecen a la realidad del ser (no necesariamente por ello a la actualidad de lo existente en cada momento); con ello la axiología se convierte en una parte de la ontología.17

Sabemos que la naturaleza tiene fines y al tenerlos también tiene valores, pues cuando anhela un fin su consecución se convierte en un bien, y su frustración en un mal. Es con esta distinción que comienza la posibilidad de atribuir valor. En la actitud orientada a la meta decidida de antemano, y en la que se trata ya sólo del éxito o del fracaso, no es posible ningún juicio sobre la bondad de la meta, por lo cual tampoco cabe derivar de ella, más allá del interés, ninguna obligación. Si en la naturaleza se instalan tácticamente metas, su dignidad será la de la facticidad, si esto es así, habría que medirlas sólo por la intensidad de sus motivaciones. El fin se relaciona con el deber como medio de su poder. El fin es un bien en sí. Y en todo fin el ser se pronuncia a favor de sí y en contra de la nada. Contra esta sentencia del ser no hay réplica posible, pues incluso la negación del ser delata un interés y un fin. Esto llega a significar que el mero hecho de que el ser no sea indiferente a sí mismo convierte su diferencia con el no-ser en el valor fundametal de todos los valores, en el primer sí.

Los seres vivos tenemos fines propios en los cuales el fin de la naturaleza va haciéndose cada vez más subjetivo. En este sentido, cada ser que siente y anhela no es sólo un fin de la naturaleza, sino también un fin en sí mismo, esto es, su propio fin. Y es justo aquí que, mediante la oposición de la vida y la muerte, la autoafirmación del ser se vuelve enfática. La vida es la confrontación explícita del ser con el no-ser, ya que en su menesterosidad constitutiva tiene en sí la posibilidad del no-ser como su siempre presente antítesis, o sea, como amenaza. Su modo de ser es la conservación mediante el obrar.

Ahora bien, el deber mismo no es el sujeto de la acción moral; no es la acción moral la que motiva la acción moral, sino la llamada del posible bien-en-sí en el mundo que se coloca frente a mi voluntad y exige ser oído. Lo que la ley moral pide es que se preste oídos a esa llamada de todos los bienes dependientes de un acto y de su eventual derecho a mi acto; es decir, hace un llamado a nuestro lado emocional: nos debemos sentir afectados para que nuestra voluntad se mueva. Y está en “la esencia de nuestra naturaleza moral el que esa llamada que la inteligencia transmite encuentre una respuesta en nuestro sentimiento. Es el sentimiento de la responsabilidad”.18

La teoría de la responsabilidad, como cualquier teoría ética, ha de tener en cuenta dos cosas: un fundamento racional de la obligación, esto es, un principio legitimador subyacente de la exigencia de un deber vinculante; y un fundamento psicológico de su capacidad de mover la voluntad, es decir, de convertirse, para el sujeto, en la causa de dejar de determinar su acción por él. Esto tiene un significado: que la ética tiene un lado objetivo y un lado subjetivo; el primero tiene que ver con la razón, el segundo, con el sentimiento. Si se revisa la historia, unas veces el primero y otras veces el segundo han estado en el centro de la teoría ética, y tradicionalmente a los filósofos les ha importado más la cuestión de la validez, esto es, su lado objetivo. Sin embargo, ambos son complementarios y son parte de la teoría ética; el lado objetivo de la ética carece de cualquier autosuficiencia parecida: su imperativo, por evidente que pueda ser su verdad, no podrá ser eficaz a menos que tope con una sensible receptividad para algo de su género.

Este dato fáctico del sentir, es, según esto, el dato cardinal de la moral y, como tal, se halla implícito también en el deber. De ahí que el fenómeno de la moralidad se base en “un a priori en el emparejamiento de esos dos miembros, si bien uno de ellos está dado sólo a posteriori como un factum de nuestra existencia: la presencia subjetiva de nuestro interés moral”.19 Ordenados de manera lógica, la validez de las obligaciones iría en primer lugar y el sentimiento responsivo, en segundo. Siguiendo el orden del acceso, es ventajoso comenzar por el lado subjetivo, pues éste es lo dado y conocido de manera inmanente y está inmiscuido en la llamada trascendente dirigida a él.

Señala Jonas que, desde la antigüedad, los filósofos morales han sido conscientes de que a la razón hay que añadirle el sentimiento para que el bien objetivo adquiera poder sobre nuestra voluntad, esto quiere decir que la moral está necesitada de afecto:

De manera expresa o inexpresa este conocimiento alienta en toda doctrina de la virtud, por muy diversamente que sea definido el sentimiento aquí postulado: “El temor de Dios” judío, el “eros” platónico, la “eudemonía” aristotélica, la “caridad” cristiana, el amor dei intellectualis de Spinoza, la “benevolencia de Shaftesbury, el “respeto kantiano”, el “interés” de Kierkegaard y el “placer de la voluntad” de Nietzsche son modos de determinación de este elemento afectivo de la ética.20

Todos estos comentarios tienen la finalidad de llegar a la teoría de la responsabilidad que quiere esbozar Jonas. Según él, lo que importa son primariamente las cosas y no los estados de mi voluntad, al comprometer a la voluntad las cosas se convierten en fines para mí. Añadir el sentimiento de responsabilidad es necesario para vincular el sujeto al objeto. Este sentimiento es el que puede producir en nosotros una disposición a apoyar, con nuestro obrar, la exigencia del objeto a la existencia.

Jonas encontrará que hay distintos tipos de responsabilidad. El primero que tenemos es el de la responsabilidad como imputación causal de los actos cometidos, el cual se refiere a que el poder causal es condición de la responsabilidad; el agente es quien responde de su acto y es considerado por las consecuencias de su acto y, llegado el caso, podría ser hecho responsable en sentido jurídico. En suma, la responsabilidad así entendida no pone fines, sino que es la mera carga formal que pesa sobre toda acción causal y que dice que pueden pedirse cuentas de ella. Es, pues, la condición previa de la moral, pero ella misma no es aún la moral.

El segundo tipo es la responsabilidad por lo que se ha de hacer: el deber del poder. Éste habla de que existe un concepto de responsabilidad del todo diferente, que no concierne a la cuenta de pagar por lo hecho, sino a la determinación de lo que se ha de hacer; según este concepto, yo me siento responsable primariamente no por mi comportamiento y sus consecuencias, sino por la cosa que exige mi acción.

El tercero es el que se pregunta sobre ¿qué significa actuar irresponsablemente? Y sólo puede actuar irresponsablemente aquél que tiene responsabilidad; por ejemplo, un padre de familia que se juega su fortuna, aunque la fortuna sea suya, actúa irresponsablemente. En el cuarto tipo de responsabilidad, tenemos a la que es una relación no recíproca. Esta se caracteriza porque no es del todo claro que pueda existir responsabilidad, en sentido estricto, entre personas que sean completamente iguales. El ejemplo es la contrapregunta que hace Caín a la pregunta de Dios sobre Abel “¿Es que yo soy acaso guardián de mi hermano?” que rechaza, no sin fundamento, la imputación de una responsabilidad por el igual o independiente.

El quinto caso de responsabilidad se refiere a la responsabilidad natural y responsabilidad contractual. La responsabilidad natural es la responsabilidad de los padres, es irrevocable e irrescindible, y una responsabilidad global. La responsabilidad contractual es la que adquirimos cuando, por ejemplo, firmamos un contrato en el cual nos obligamos a cumplir con los señalamientos de dicho contrato.

En sexto lugar tenemos la responsabilidad autoelegida del político. En ella, observamos que el político autoelige esa responsabilidad. Aquí tenemos un singular privilegio de la espontaneidad humana: que nadie le pregunta; sin necesidad, sin encargo ni acuerdo, el candidato aspira al poder para poder cargarse de responsabilidad. Por último, Jonas hablará de los contrastes que hay entre la responsabilidad política y la responsabilidad paterna. En ellas, apunta que es de un extremo interés teórico ver cómo la responsabilidad nacida de la elección más libre y la responsabilidad brotada de la relación natural menos libre –la responsabilidad del político y la responsabilidad de los padres- son, no obstante las que, a través de todo el espectro en cuyos extremos ellas se hallan, más cosas tienen en común y, si las contemplamos conjuntamente, más cosas pueden enseñarnos sobre la esencia de la responsabilidad. Las diferencias están a la vista, una es cosa de todos, la otra, del individuo prominente.

Jonas trata en su libro también el tema de la responsabilidad que el hombre tiene por el hombre. Este primado del parentesco, dice, entre el sujeto y objeto en relación a la responsabilidad se basa en la naturaleza del asunto. La relación, siendo como es, unilateral en sí misma y en cada caso particular, es reversible e incluye la posible reciprocidad. Sin embargo, genéricamente, la reciprocidad está siempre ahí, por cuanto yo, el que tengo responsabilidad por alguien, al vivir entre seres humanos soy siempre también responsable de alguien. Esto sigue de la autoarquía del ser humano: la responsabilidad primordial del cuidado paterno es la primera que todo el mundo ha experimentado en sí mismo. En este paradigma fundamental se hace clara, de la manera más convincente, la vinculación de la responsabilidad a lo vivo. Pero la distinción característica del ser humano –el hecho de que sólo él puede tener responsabilidad- significa a la vez que tiene que tenerla también por otros iguales a él (ellos mismos sujetos de responsabilidad), es la condición suficiente de su facticidad.21

Queda por decir que el primer mandamiento que propone Jonas es que haya humanidad. La existencia de la humanidad significa, sencillamente, que vivan seres humanos; y el siguiente mandamiento es que vivan bien. Por eso dice Jonas que “el nudo fáctico óntico de que haya humanidad en general se convierte en mandamiento ontológico para los que no han sido preguntados antes por ello: en el mandamiento de que debe seguir habiendo humanidad”.22

La responsabilidad de los padres y el político. Ya hemos señalado que hay dos clases de responsabilidad que sobresalen de las demás: la paterna y la política, las cuales tienen varias cosas en común por las que aventajan a todas las otras; en ellas es donde se ejemplifica de manera más precisa la esencia de la responsabilidad. Una de estas propiedades que caracterizan a estos tipos de responsabilidad es la totalidad. Esta palabra quiere significar que tales responsabilidades abarcan el ser total de sus objetos, o sea, todos los aspectos, desde la existencia hasta los intereses más elevados. Esto es claro en lo que se refiere a la responsabilidad paterna, que es realmente –en el tiempo y en la esencia- el arquetipo de toda responsabilidad. El objeto de la responsabilidad paterna es el niño como totalidad y en todas sus posibilidades, no sólo en sus necesidades inmediatas. Primero está lo corporal, pero después se van añadiendo más y más aspectos, los cuales caen bajo el concepto de educación y por los que hay que velar en la formación (capacidades, conocimiento, carácter, relaciones). Junto a todo ello se encuentra también la felicidad. En pocas palabras, lo que el cuidado paterno tiene a la vista es el puro ser como tal y luego, el mejor ser de esos entes. En el caso del político, tenemos que su responsabilidad es sobre toda la vida de la comunidad, el llamado bien público, durante el tiempo que tenga su cargo y ejerza el poder. La analogía entre ambas responsabilidades radica en que abarca desde la existencia física hasta los más altos intereses, desde la seguridad hasta la plenitud de la existencia, desde el buen comportamiento hasta la felicidad.

La responsabilidad paterna y la responsabilidad del político, coinciden en el objeto. Ambos polos opuestos –el de la máxima individualidad y el de la máxima generalidad- se interpenetran de un modo digno de atención; tal como hemos señalado, en el objeto. La crianza del niño incluye su introducción en el mundo de los humanos, empezando por el lenguaje y continuando por la transmisión de todo el código social de convicciones y normas, con cuya apropiación el individuo va convirtiéndose en miembro de la comunidad. Lo privado abre las puertas a lo público y lo incluye, pues pertenece al ser de la persona. En otras palabras, el ciudadano es una meta inmanente de la educación y por ello forma parte de la responsabilidad paterna; y ello no es sólo por la imposición del Estado. Por otro lado, así como los padres educan a los hijos para el Estado (si bien para algo más), el Estado asume de por sí responsabilidad en la educación de los hijos. En la mayor parte de las sociedades, la primera fase está a cargo de los padres, pero las siguientes transcurren bajo la vigilancia, la normativa y la ayuda del Estado, de tal modo que puede haber una política educativa. La educación nos muestra de forma evidente cómo la responsabilidad paterna y la estatal –la privada y la pública, la más íntima y la más general- se interfieren (y se complementan) en virtud de la totalidad de su objeto.

No sólo con relación al objeto están conectadas estas dos responsabilidades totales, también lo están en relación a las condiciones subjetivas.23 Los padres aman a sus hijos ciegamente, pero en cuanto los hijos crecen, el amor es cada vez un amor más personal, menos ciego. En el caso del gobernante, no es la fuente de alimentación de la comunidad (como lo es literalmente la madre que amamanta a su hijo y, funcionalmente, el padre que cuida de la familia), sino, en el mejor de los casos, el preservador y ordenador de su capacidad para autoalimentarse; lo que significa, en términos generales, que trata con seres autónomos, que en caso de necesidad, podrían pasarse sin él; en sentido propio no es posible el amor por algo genérico, no individual. No obstante, hay un sentimiento que nace del gobernante para con su comunidad.

Existe una continuidad entre los padres y el gobernante frente a la tarea de responsabilidad que tiene para con su hijo, en el caso del padre, y para la comunidad, en el caso del gobernante. La continuidad se deduce del carácter total de la responsabilidad, por lo pronto, en el sentido casi tautológico de que no se puede suspender su ejercicio. Ni los padres en el cuidado que les corresponde, ni el gobierno pueden tomarse vacaciones, pues la vida de su objeto continúa ininterrumpidamente y renueva otra vez sus exigencias. Más importante aún es la continuidad de esta existencia misma que recibe sus cuidados como un empeño, un empeño que los dos tipos de responsabilidad que hemos considerado han de tener en cuenta en cada caso particular de actualización de ella. La responsabilidad particular se limita a un único aspecto y a un espacio de tiempo determinado (por ejemplo, el capitán de un barco que no pregunta a sus pasajeros qué hicieron antes o qué van a hacer después, sólo se limita a llevarlos en el barco y su responsabilidad radica en que lleguen bien). Más la responsabilidad total debe preguntarse siempre por lo que viene después, a dónde vamos, y al mismo tiempo qué había antes, cómo encaja en el desarrollo total de la existencia lo que ahora está sucediendo: en pocas palabras, la responsabilidad total tiene un proceder histórico, abarca su objeto en su historicidad. Éste es el sentido propio de lo que Jonas designa como el concepto de continuidad.

La responsabilidad por la vida, sea ésta individual o colectiva, debe tomar en cuenta al futuro, más allá de su presente inmediato. De tal manera que a todo acto de responsabilidad individual, que se preocupa en cada caso de lo próximo, acompañará también como su objeto, más allá de la directa intervención del sujeto responsable y de su cálculo inmediato, el futuro de la existencia. Así pues, “con respecto a este horizonte trascendente, la responsabilidad, precisamente en su totalidad, no puede ser tanto determinante, sino sólo posibilitante (debe preparar el terreno y mantener abiertas las opciones)”.24 La propia apertura, -agrega Jonas-, hacia el futuro del sujeto del que se es responsable, es el aspecto del futuro más auténtico de la responsabilidad.

El futuro de la humanidad y el futuro de la naturaleza. Jonas afirma que “en la era de la civilización técnica, que ha llegado a ser ‘omnipotente’ de modo negativo, el primer deber del comportamiento humano colectivo es el futuro de los hombres. En él está manifiestamente contenido el futuro de la naturaleza como condición sine qua non”.25 Además, agrega que independientemente de ello, el futuro de la naturaleza es de suyo “una responsabilidad metafísica” una vez que el hombre no sólo se ha convertido en peligro para sí mismo sino también para toda la biósfera. No se puede separar al hombre de la naturaleza ya que de hacerlo lo estamos disminuyendo, deshumanizando, atrofiando su esencia.

En la lucha por la existencia, se plantea una y otra vez, entre el hombre y la naturaleza, que el hombre tiene prioridad sobre la naturaleza, y ésta, aún cuando haya sido admitida su dignidad, tiene que ceder ante aquél, cuya dignidad es mayor. El ejercicio del poder humano contra el resto del mundo vivo es un derecho natural, fundado únicamente en la posibilidad de ejercerlo. Asimismo, si en lo sucesivo es tenido por absoluto el deber para con el hombre, ese deber incluye el deber para con la naturaleza, como la condición de su propia permanencia y como un elemento de su perfección existencial. Partiendo de esto, la comunidad de destino del hombre y la naturaleza, comunidad recién descubierta en peligro, hace que se descubra la dignidad propia de la naturaleza y llame a preservar, más allá de lo puramente utilitario, su integridad.

Por la supremacía del pensamiento y con el poder de la civilización técnica posibilitada por él como una forma de vida, el ser humano se ha colocado en situación de poner en peligro a todas las demás formas de vida y, con ellas, a sí mismo. En este siglo se ha alcanzado el punto, durante largo tiempo preparado, en que el peligro es evidente y es crítico. El poder unido a la razón, señala Jonas, lleva asociada la responsabilidad. La muy reciente extensión de la responsabilidad al estado de la biósfera y a la futura supervivencia de la especie humana es algo que viene sencillamente dado con la ampliación de nuestro poder sobre tales cosas que es, en primer lugar, poder de destrucción.

El principio del cual partimos, dice Jonas, es que hay seres humanos, hay vida, hay mundo. Bajo esta luz, aparece el nuevo deber nacido del peligro que demanda necesariamente una ética de la conservación, de la custodia, de la prevención. Así pues, por el momento debemos luchar para que lo primero sea decir no al no-ser y sí al ser; una ética de urgencia para el futuro amenazado debe hacer suya esa lucha que conserve al ser. Hasta aquí debo decir que todo lo que he hablado tiene validez si, como supongo, vivimos una situación apocalíptica, una catástrofe universal inminente si dejamos que las cosas sigan su curso actual. Es de todos conocido que el peligro viene de las desmesuradas proporciones que ha alcanzado la civilización científico-técnico-industrial. La cual también ha traído una producción y un consumo desmedidos.

El ideal baconiano del dominio de la naturaleza a través de la ciencia y de la técnica comporta el peligro de que tengamos, a corto plazo, una catástrofe mayor de las que ya hemos tenido. El éxito que alcanza este ideal baconiano es de dos tipos: económico y biológico; hoy es manifiesto que la unión de ambos conduce necesariamente a la crisis. El triunfo económico potenciado por la sociedad capitalista, al no hablar más que de producción, junto a la disminución del trabajo humano empleado para producir, ha traído consigo el agotamiento de los recursos naturales. Pero ese peligro se ha visto potenciado y acelerado por un éxito biológico del que antes no se era muy consciente: la explosión numérica de este cuerpo colectivo metabólico, es decir, el incremento exponencial de la población dentro del campo de la acción de la civilización técnica y, por tanto, recientemente, su extensión a todo el planeta. Jonas agrega que:

Ésta es la perspectiva apocalíptica deducible del dinamismo del camino que sigue la humanidad en el presente. Es preciso entender que lo que tenemos ante nosotros es una dialéctica del poder que sólo puede ser superada con un poder mayor y no con una quietista renuncia al poder. La fórmula de Bacon dice que saber es poder. Pero el programa baconiano manifiesta de por sí, esto es, en su propia ejecución en la cumbre de su triunfo, su insuficiencia, más aún, su contradicción interna, al perder el control sobre sí mismo, pérdida que significa la incapacidad no sólo de proteger a los hombres de sí mismos, sino también a la naturaleza frente a los hombres. La necesidad de proteger ambas cosas ha surgido por las proporciones que ha alcanzado el poder en su carrera hacia el progreso técnico y que, paralelamente a su uso cada vez más inevitable, nos ha hecho incapaces de decretar el cese de la previsible y cada vez mayor acción destructiva que el progreso ejerce sobre sí mismo y sobre sus obras.26

Una nueva dimensión ética: la responsabilidad para con el futuro como máxima filosófica. Como hemos visto, el alcance de la ciencia y la tecnología moderna, con su potencial poder de transformación y destrucción del medio terrestre, la cercanía de una catástrofe inminente que amenaza con la desaparición total, o parcial, de aquello que hasta ahora ha posibilitado la vida de los seres en general, incluido el ser humano como lo entendemos hasta ahora, es el punto de partida de la obra El principio de responsabilidad de Jonas. En ella agudiza la crítica feroz que esbozó en otro libro titulado El principio vida, contra la asunción acrítica de la idea de progreso y la afirmación irresponsable del poder tecnológico que, lejos de seguir siendo una promesa de felicidad y mejora de las condiciones de vida de los humanos, se ha convertido en una peligrosa amenaza que ya no encierra una perspectiva de salvación sino presagios apocalípticos. No hace sólo referencia a los problemas medioambientales, sino a cuestiones de ingeniería genética y medicina; la eugenesia y la eutanasia se tratarán en obras posteriores, sobre todo en Técnica, medicina y ética (1985).27

El nuevo poder que, gracias a la ciencia y la tecnología, el ser humano tiene en sus manos es de índole completamente nuevo y requiere, por tanto, una reflexión moral también inédita. Jonas no despide valores y normas de la moral tradicional, pero afirma categóricamente que ninguna ética anterior tuvo que ocuparse de condiciones futuras de la vida humana, y de la vida en general, pues hasta ahora no teníamos poder suficiente para ponerlas en peligro.

Jonas es, por una parte, heredero del normativismo kantiano pero, por la otra, su propuesta apunta a añadir una nueva dimensión a la ética: la de la responsabilidad. Es decir, no se trata de rechazar una ética del deber, del sentimiento moral, sino de que en ésta se contemplen asimismo las consecuencias previsibles de nuestro actuar, también del recto actuar, de las cuales somos responsables y debemos hacernos cargo. Sin embargo, la novedad de Jonas no radica en su idea de responsabilidad, sino en un cambio radical de paradigma moral: las éticas tradicionales, tanto si ponen el acento en el sentimiento moral, como si apelan a la responsabilidad ante las consecuencias de una conducta basada sólo en el deber, coinciden en que el sujeto del sentimiento y de esta responsabilidad era el ser humano y el objeto, a su vez sujeto, son los demás seres humanos, contemporáneos de ese sujeto moral. Jonas apuesta por una ética de la responsabilidad para con el futuro; esto significa que las generaciones futuras, las condiciones de posibilidad de una vida humana digna en el futuro –que el ejercicio irresponsable de nuestro poder tecnológico pone en entredicho- son objeto de nuestra responsabilidad tanto como nuestros congéneres en la ética tradicional que, por tanto, sigue siendo válida y necesaria, aunque insuficiente. El horizonte moral se amplía hacia un futuro más o menos inmediato, pero también en otro sentido: no somos responsables frente a las generaciones humanas futuras, sino frente a la naturaleza toda. En ambos casos, vemos que la responsabilidad que Jonas postula es unilateral, de los sujetos hic et nunc hacia sujetos-objeto que todavía no existen o que hasta ahora nunca se habían contemplado como tales: la naturaleza,28 los otros seres vivos jamás habían entrado dentro de los parámetros de la reflexión moral; la naturaleza era un bien, pero no en sí, sino en cuanto a fuente de bienes para el único sujeto digno y moral, o sea, el ser humano. Vimos también que para Jonas el prototipo de la responsabilidad es la relación padre-hijo: no debemos preguntarnos qué puede hacer el niño por nosotros, como tampoco la naturaleza o las generaciones venideras, pero se apela al deber de cumplir con esta obligación, que Jonas formula igual que un imperativo moral, como Kant: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción…”.

Una pregunta razonable al respecto, pues no se infiere del mero postulado anterior que así sea, podría decir: ¿por qué debería ser bueno que siga existiendo la humanidad tal como la entendemos? Responder parece ser relativamente fácil, pues la dignidad de la vida humana, la dignidad del hombre, su derecho a la vida y la bondad, e incluso la necesidad de que siga existiendo, forman parte de la cultura occidental, tanto religiosa como laica, y fundamenta el derecho positivo; es la base de toda declaración de los derechos del ser humano, las constituciones, etc. La novedad está, no obstante, en lo propio del ser humano quien, en su afán de progresar y mejorar las condiciones de dicha vida, está en posición de llegar a destruirla. Jonas quiere tomar distancia del antropocentrismo que subyace a la afirmación de la dignidad humana29 de aquellas formulaciones que al postularla parecen negar que los demás seres carecen de esa dignidad, de ese valor en sí incontestable. Su ética implica un biocentrismo en el sentido de que la naturaleza no sólo debe seguir existiendo porque sin ella no podría darse, probablemente, esa vida humana auténtica que es imperativo moral proteger y posibilitar; sino también porque la naturaleza en sí tiene para Jonas un derecho inalienable a la vida, a su conservación, y el ser humano, como único ser con capacidad de ser responsable, debe velar también por esos otros derechos.

Se ha señalado también que Jonas quiere fundamentar, ontológicamente, que la naturaleza posee un derecho inalienable a su propia existencia y, por tanto, que no está disponible a voluntad para satisfacción exclusiva de las necesidades humanas. Se trata, pues, de establecer, de manera firme, una serie de normas de conducta a partir de una teoría o filosofía de la naturaleza. La Sorge heideggeriana por la propia supervivencia es el rasgo distintivo de todo ser vivo, y en él cabe descubrir una afirmación de la vida, un “sí a la vida” que es para Jonas el valor fundamental y fundacional de todos los valores, un bien en sí, que le permite afirmar que el ser es preferible a la nada, que la vida está por encima de la no-vida. Desde este presupuesto su imperativo se convierte en mandamiento supremo, que el ser humano, cima de esa totalidad viva, debe corresponder.

Colofón

Para algunos autores, el concepto de responsabilidad como objeto central de la ética entra muy recientemente en la historia del pensamiento occidental, de la mano de Max Weber, atendiendo a algunas cualidades que, según éste, debía de tener el hombre político: pasión, mesura y, objeto de nuestro actual interés, responsabilidad. Weber esperaba del político acciones acordes con esta exigencia: que atendiera a las consecuencias previsibles y aun imprevisibles de su obrar (ética de la responsabilidad) más que a acciones consistentes en la observancia de una máxima privada, de una convicción interior, o de una pureza de intenciones que pudiera acabar por desligar al sujeto de la acción, de las consecuencias derivadas de su acto (ética de la convicción, de tinte kantiano). En definitiva, Weber identificaba distintas esferas de la vida humana que escapaban a la moralidad, entre ellas las derivadas de irresueltas tensiones entre moral y política, entre deontologismo, y teleología, o entre moral y religión, las cuales hacían que los individuos trataran de ser consecuentes con su visión íntima del buen obrar y desconocieran los valores consagrados socialmente. Al mismo tiempo, estas convicciones personales eran, por definición, imposibles de ser refutadas. De aquí se derivó, entonces, su propuesta de una ética de la responsabilidad que atendiera a las consecuencias previsibles de todos nuestros actos, buscando una adecuación satisfactoria de los medios a los fines.

Sin embargo, por poco que se ahonde en la cuestión, tendremos que admitir que la noción de responsabilidad ha sido tratada por innumerables pensadores con anterioridad a Weber, aunque seguramente no en el mismo registro, tal como Hans Jonas se ocupa de consignar en su obra principal. Pueden encontrarse apelaciones a ella en la épica y en las tragedias griegas antiguas, en Aristóteles y en los estoicos, siempre vinculando la noción en estudio con el problema de la libertad humana. Agustín fue capaz de trascender este nivel y proponer un nuevo tipo de responsabilidad: aquella que liga los actos humanos a Dios y al prójimo; y Kant, de articular la responsabilidad con la autonomía de la voluntad. Estos antecedentes históricos nos permiten entonces comprender que, a pesar de la originalidad o innovación que algunos estudiosos pretenden atribuir a las meditaciones de Jonas, ésta se encuentra enraizada en una larga tradición filosófica, a la que de buena gana se suma el estudioso alemán de origen judío, pues le sirve de base para aprovisionarse de elementos heterogéneos. A la par de Jonas, otros pensadores actuales también recurrieron a la noción de responsabilidad y le otorgaron un lugar especial dentro de sus concepciones filosóficas. Entre ellos conviene destacar a Emmanuel Levinas y a Karl-Otto Apel.

Es innegable que la reflexión de Jonas sobre la responsabilidad es valiosa y el El principio de responsabilidad es una obra mayor. No debe creerse, en cambio, que la tarea allí emprendida esté completa o que ponga fin a la compleja gama de interrogantes que suscita. Ni siquiera que la teoría, tal como se la ha presentado, esté en condiciones de responder a todos los cuestionamientos que se le formulan. Con cierta dosis de ingenuidad filosófica, son muchos los que abrazan el principio de responsabilidad como un mantra que vendría a defender a la humanidad de su disolución definitiva, y demasiados los usos ladeados del concepto, en tanto algunos acuden a la responsabilidad para defender o atacar posiciones particulares en el campo tecnológico. En esta investigación quise traer a la discusión ética, la ética jonasiana porque considero que Jonas completa la visión del mundo moderno que en Gabriel Marcel quedó trunca, ya que problemas como los de la bioética o ética ambiental aparecieron después de la muerte del filósofo francés. Jonas descubre nuevas amenazas, además de ser una referencia en toda la bibliografía actual de los debates éticos contemporáneos. Sin embargo, no podemos dejar de señalar los límites del pensamiento de Jonas.

Su filosofía de la naturaleza nos impone una reflexión más profunda, ya que en ella advertimos que no toma en cuenta la amenaza que la técnica impone al espíritu humano, a la persona humana. No toma en cuenta que la persona es el centro de las acciones humanas ya que es ella quien no debe quedar atomizada por las estructuras del poder, quien no debe estar funcionalizada pues, al estarlo, queda destruida como tal. Por eso pensamos que la pregunta urgente que debemos plantear es ¿cómo salvar a la persona de los embates de la era tecnológica que amenazan con quitarle su libertad?

Asimismo, pienso que, quienes argumentan desde una ética de la responsabilidad adolecen de un poderoso reduccionismo, del cual no se sabe si procede del método o nace en la actividad científica o técnica en la que se desenvuelven, y que es la incapacidad de superar la dimensión fenomenológica de los hechos como límite y tope de sus valores. En consecuencia, mi visión del tema es que la ética de la responsabilidad, incluso en su aplicación proporcionalista, constituye un modelo moral que nunca será capaz de fundamentar debidamente el respeto y la inviolabilidad que la vida humana demanda por sí misma.

Bibliografía

 

JONAS, H., El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Madrid, Herder 1995.

 

Más acerca del perverso fin y otros diálogos y ensayos, Madrid, Catarata, 2001.

 

Técnica, medicina y ética, Madrid, Paidós, 1997.

 

KANT, I., Crítica de la razón práctica, México, Biblioteca de Signos, EAM y Miguel Angel Porrúa, 2001.

 

LÓPEZ CEREZO, J., Filosofía de la tecnología, Madrid, OEI, 2001.

 

MARCEL, G., La dignité humaine, Paris, Aubier-Montaigne, 1964.

 

Etre et Avoir, Paris, Aubier-Montaigne, 1935.( En castellano : Ser y Tener, Madrid, Caparrós, 1996)

 

Le Monde Cassé, Paris, Desclée de Brouwer, 1933.

 

“El misterio del ser”. Obras selectas, Tomo I, Madrid, BAC, 2002.

 

El misterio ontológico, Posición y aproximaciones concretas, Buenos Aires, Cuadernos Humanitas No. 1, 1959.

 

El hombre problemático, Buenos Aires, Sudamericana, 1956.

 

Los hombres contra lo humano, Madrid, Caparrós, 2001.

 

 

 

* Reflections about Hans Jonas’ imperative of responsibility

Fecha de Recepción: 5 de enero 2008

Fecha de Aceptación: 23 de Febrero 2008

1 Doctora en Filosofía. Coordina el Colegio de Filosofía de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México.

2 Jonas nace en 1903 en la ciudad alemana de Monchengladbach. Sus estudios universitarios se desarrollan en Freiburg, Berlín y Marburg. Fue discípulo de Heidegger y Bultmann, se doctoró con una tesis que se tituló “El concepto de Gnosis”. Con la guerra emigró a Inglaterra donde se hizo soldado. Más tarde se va a Israel como miembro de la armada, donde participa en la defensa de Jerusalén. En 1949 se traslada a Canadá y en 1954 pone su residencia en Nueva York, donde fallece en 1993.

3 “El problema filosófico de la responsabilidad tiene como objeto las condiciones de imputabilidad de nuestros actos y nuestras omisiones”, “Tiene que ver con nuestras obligaciones y deberes”, “es una manera de conducirnos de forma prudente y razonable”, Diccionario de Ética y de Filosofía Moral, México, F.C. E. 2001, Tomo II, p. 1396.

4 Ver el libro VI de la Ética Nicomaquea, de Aristóteles, pp. 275-290, México, editorial Gredos, 1998.

5 Ver Victoria Camps, Una vida de calidad, Madrid, Ares y Mares, 2001, p. 209.

6 Existen otras éticas de la responsabilidad con una perspectiva diferente a la de Jonas, como son las de Max Weber, Karl Popper y sus discípulos, Kart-Otto-Apel, F. Hinkelammert. Ver el artículo: “La marcha de los Nivelungos” de Jordi Corominas, en http://www.uca.edu.sv/publica/eca/599com3.html. Ver también a Karl-Otto Apel, Una ética de la responsabilidad en la era de la ciencia, Almagesto, 1992.

7 Dice Jonas que “La situación real, in summa, no ha hecho más que empeorar. Hasta ahora no ha sucedido nada para que el curso de las cosas cambie y, dado que éste es acumulativo cada vez más catastrófico, nos encontramos un siglo más cerca del perverso fin de lo que estábamos en aquel entonces”. H. Jonas, “Más cerca del perverso fin” (1992), en Más cerca del perverso fin y otros ensayos, Madrid, Catarata, 2001, p. 35.

8 H. Jonas, El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Madrid, Herder, 1995, p. 23.

9 Ídem., p. 33.

10I. Kant, Crítica de la razón práctica, México, Biblioteca de Signos, EAM y Miguel Angel Porrúa, 2001, p. 19 y ss.

11 H. Jonas, El principio de responsabilidad, p. 40.

12 Ídem., p. 41.

13 Ídem., p. 56.

14 Ibídem.

15 Ibídem.

16 “¿Pero no cabe afirmar, por encima de todo, que los seres humanos quieren un futuro?, ¿Que el sentido de la existencia no sólo lo ven en el consumo? ¿Es una necesidad metafísica del hombre contar con que prosiga la historia de la especie homo sapiens? Ha habido religiones desde el comienzo; estaban por lo general al servicio de necesidades, miedos y deseos muy terrenales. Pero también hubo siempre una aspiración que los trascendía, que había algo más que la satisfacción máxima de los estómagos y de los instintos corporales. Que el orgullo, el pudor, la ambición sean reconocidos: todo esto supera el simple deseo de gozar”. H. Jonas, El principio de responsabilidad, p. 45.

17 H. Jonas, El principio de responsabilidad, p. 145.

18 Ídem., p. 153.

19 Ídem., p. 155.

20 Ídem., pp. 155-156.

21 Ídem., pp. 172-173.

22 Ídem., p. 174.

23 “Todo el mundo sabe cuáles son las condiciones subjetivas en el caso de los padres: la conciencia de la autoría total, la observación inmediata de la implorante y total desprotección del niño, y el amor espontáneo”. Ídem., pp. 179-180.

24 Ídem, p. 184.

25Ídem., p. 227.

26 Ídem., p. 235.

27 H. Jonas, Técnica, medicina y ética, México, Paidós, 1997.

28 Por ejemplo, en la última década, a los fenómenos globales ya reconocidos durante los ochenta, tales como el exceso de bióxido de carbono y otros gases en la atmósfera o la reducción de la capa de ozono atmosférico por efecto de los clorofluorocarbonos y otros contaminantes industriales, se han vuelto a agregar nuevos procesos de dimensión planetaria descubiertos en la investigación científica. Ver el libro de Víctor M. Toledo, Ecología, espiritualidad y conocimiento. De la sociedad del riesgo a la sociedad sustentable, México, UIA, PNUMA, 2003.

29 E. Dussel, Ética de la liberación en le edad de la globalización y la exclusión, Madrid, Trotta, 1998, p. 325.


 Godina, C. (2008) Reflexiones sobre el principio de responsabilidad de Hans Jonas. Rescatado de Revista Observaciones Filosóficas - Nº 6 / 2008; abril 13, 2021 de la URL: https://www.observacionesfilosoficas.net/reflexionessobreelprincipio.html

No hay comentarios:

Publicar un comentario