El Zarco (Episodios de la vida mexicana en 1861-1863) es la primera novela póstuma de Ignacio Manuel Altamirano. En tanto novela histórica, relata los episodios de lucha, amor y venganza desatados en Yautepec, Morelos, por la violenta irrupción de los bandidos de tierra caliente. Los cuales asolaban la región central de México, resguardados bajo la agitación política y militar entre 1861 y 1863, después de la Guerra de Reforma o Guerra de Tres Años (1857-1860), y a inicios de la Segunda Intervención francesa en 1862. Escrita entre 1874 y 1888, sería publicada hasta 1901 por el Establecimiento Editorial de J. Ballescá en Barcelona. A esta obra le sigue Atenea (1889), que salió a la luz en 1935 bajo el sello de la Imprenta Universitaria. El Zarco es una de las obras más leídas del autor, junto con Clemencia (1869) y La Navidad en las montañas (1871).
Sustentada en el Realismo, la novela nos ofrece una estampa del paisaje y las costumbres de la población de Yautepec, que vive bajo un constante miedo por los plateados, apodo en referencia a los adornos de plata que cubrían las vestiduras y sillas de montar de los bandidos. Aderezado con una intriga amorosa entre El Zarco, Manuela y Nicolás, el trasfondo histórico de la guerra civil se hace patente, sobre todo en la mención de personas y datos que corresponden a la realidad de ese periodo. Elaborada con un interés pedagógico, dispone a sus personajes como encarnaciones antagónicas que, a juicio de Altamirano, integraban la realidad mexicana: El Zarco, cabecilla de los plateados, frente a Nicolás, el indígena trabajador, modesto y honrado; Manuela frente a Pilar, una blanca y ambiciosa, otra morena y humilde.
A partir de su publicación en 1901, El Zarco fue recibido por los críticos con los brazos abiertos. Francisco Sosa en el prólogo a la edición de Ballescá (1901) elogia
la prosa nítida de Altamirano; las descripciones llenas de encanto y de verdad que nos transportan a las feraces comarcas del Sur; la pintura, el retrato, diré mejor, de los guerrilleros y bandidos de la época en que se desarrollan los sucesos por él narrados, todo hace de El Zarco un libro ameno e instructivo.
Federico Gamboa, en La novela mexicana (1914) comenta que “de las pocas novelas que escribió, llévase la palma El Zarco que es bella, sincera y muy mexicana”. Treinta años más tarde, Carlos González Peña en su artículo “Altamirano novelista” (1947) celebra la composición clara y sobria, el retrato, el diálogo, la descripción “en fin, el aspecto regional, el color local, la traza de franco nacionalismo, son ya, en El Zarco, cosa plenamente lograda”.[16]
A finales del siglo xx, Carlos Monsiváis confirma que El Zarco “estudiado o leído de muy diversas maneras [...] continúa siendo un clásico por lo que, con vehemencia melodramática, nos revela de una época [...] aspiraciones ostensibles, ideales profundos, maniobreos políticos, psicología social. La actualidad de Altamirano reside en su ambición totalizadora.”
Para José Emilio Pacheco, Altamirano es el primero que se enfrenta a la novela como obra de arte y que intenta resolver sus problemas estéticos. Hábil para armar sus historias resulta, sin embargo, en la opinión de Emmanuel Carballo, más que un novelista o un poeta, un hombre de letras que subordina su talento artístico a la conquista de valores que sirvan al engrandecimiento de la patria. La consecuencia negativa más inmediata es el maniqueísmo excesivo que circunda la presentación de las contradicciones históricas y entre los personajes.
Evodio Escalante afirma, a propósito de La Navidad en las montañas, que la novela de Altamirano no trasciende el sistema social, ya que no propone un tipo de organización que rompa con los esquemas conocidos; es una utopía conciliatoria, al igual que El Zarco.
En palabras de María del Carmen Millán, El Zarco “es la novela de la plena madurez del autor. Un espejo muy fiel de lo que fue México en un momento dado, con su respectivo marco histórico, que refleja, en imagen elocuente, dónde está la verdad y dónde el error para encontrar el camino cierto que pueda llevar a la reconstrucción de la patria.”[17]
No sin cierta ingenuidad, como deja ver José Joaquín Blanco, Altamirano se impuso forjar una nación a partir de la literatura –que en el proyecto republicano cumple funciones morales, políticas, económicas y hasta religiosas– y crear una literatura nacional. México, sin embargo, contaba con poca población alfabetizada, y entre ella, una microscópica porción de literatos empeñados en moldear, según sus inspiraciones europeas o norteamericanas, a millones de peones, indios o “plebe”, carentes de “civilización”.
Recientemente, Manuel Sol ha afirmado en su edición crítica de El Zarco (2000) que ésta “es una obra perfecta, equilibrada y armónica y un claro ejemplo de todas aquellas ideas que Altamirano había expresado en sus Revistas literarias sobre la novela y en particular sobre el nacionalismo”.
No hay que olvidar que la narrativa de Altamirano se inserta dentro de los cánones del Romanticismo decimonónico, forma parte de toda una estructura social y cultural que intentó disciplinar, regular y civilizar. La modernización defendida por Altamirano adquiría la forma de un mestizaje que podría ser de tipo cultural, regulado por costumbres y valores. La integración de los elementos indígenas al proyecto nacional exigía su asimilación, guiados por las figuras ejemplares de Benito Juárez y el propio Altamirano, antes de que esta visión se modificara con la irrupción de los liberales positivistas de la siguiente generación. A pesar de todo, según José Salvador, el concepto de una nación mestiza, en un tiempo donde el mestizo se asociaba con la figura negativa del lépero, tenía tintes revolucionarios a tal grado que sería retomada por los pensadores posrevolucionarios en su proyecto de reconstrucción nacional.
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