miércoles, 9 de diciembre de 2020

La Monarquía Hispana

 


El final de la Edad Media coincidió con el reinado de los Reyes Católicos, del que arranca la unidad política de la España moderna. Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón contrajeron matrimonio en 1469, legando a sus sucesores la herencia indivisa de ambas Coronas, a la que se unió el Reino de Navarra (anexionado a Castilla en 1512, tras ser conquistado por Fernando, el Católico, alegando los derechos que le correspondían por su matrimonio en segundas nupcias con la heredera de la casa real Navarra, después de la muerte de Isabel).

Esta unión dinástica fue acompañada de un esfuerzo de fortalecimiento de la autoridad real y de la cohesión del reino. Según la visión de la época, esa cohesión debía producirse entorno a la religión, por lo que los reyes completaron la labor de la reconquista contra el Islam, con la expulsión de la más importante minoría religiosa de sus dominios, que eran los judíos. Establecidos en España desde la Antigüedad, los judíos habían constituido una minoría próspera e influyente en terrenos como la artesanía, la cultura y las finanzas; sus comunidades mantenían plenamente su identidad cultural y religiosa, y convivían habitualmente en un clima de tolerancia en los reinos medievales; no obstante, la violencia contra los judíos se desataba periódicamente por motivos casi siempre irracionales. Los pogromos antisemitas se intensificaron en la Baja Edad Media (especialmente desde 1391), en un proceso que concluyó con la expulsión de los judíos de todos los reinos españoles en 1492. Obligados a marchar o convertirse, la mayoría de los judíos españoles se dispersaron por el norte de África y el Mediterráneo, dando origen a la diáspora de los judíos sefardíes (que han conservado hasta nuestros días la memoria de su origen en Sefarad, nombre judío de España). La economía y la cultura de Castilla y de Aragón sufrieron gravemente por el abandono forzoso del país de tantos intelectuales, comerciantes y artesanos cualificados como había entre los judíos.

Otra minoría religiosa y cultural importante eran los moriscosmusulmanes que habían permanecido en territorio español después de la reconquista cristiana. Los monarcas habían prometido respetar sus creencias y costumbres, pero no tardaron en buscar su cristianización más o menos forzosa. Ello deterioró las relaciones de la Monarquía con la población morisca, hasta provocar la Rebelión de las Alpujarras (Granada) de 1500 a 1502. Derrotados por los ejércitos reales, los musulmanes españoles fueron obligados a convertirse y parte del núcleo granadino se dispersó por el interior. En la práctica, siguieron manteniendo su propia cultura y religión, que practicaron en la clandestinidad. Para la Monarquía Hispana constituirían siempre una preocupación, por lo que suponían de desafío a la unidad religiosa y por el temor a que colaboraran con los turcos y berberiscos que amenazaban el poder cristiano en el Mediterráneo. Felipe II haría frente a una nueva sublevación morisca entre 1568 y 1570, que se saldó de nuevo con la victoria real y la deportación de los granadinos hacia otras zonas de la península. Y, finalmente, Felipe III decretó su expulsión de la Monarquía en 1610, siguiendo el ejemplo de la expulsión de los judíos en 1492; las consecuencias fueron similares, con un empobrecimiento cultural y económico de España (que en este caso afectó sobre todo a la agricultura especializada de las regiones hortofrutícolas mediterráneas) y una dispersión de comunidades moriscas por los países del Magreb.

Además de los judíos y los moriscos, también los gitanos fueron perseguidos por la Monarquía Hispana en esta época de intolerancia, debido a su forma de vida nómada y separada, que las autoridades consideraban incompatible con el tipo de sociedad que pretendían, monolíticamente agrupada entorno a la Corona y la religión católica.

Durante el reinado de los Reyes Católicos, se creó el Santo Oficio de la Inquisición (1478), sistema eclesiástico de tribunales, cárceles y agentes para vigilar la sinceridad de las conversiones forzosas de judíos y moriscos. La Inquisición española se inspiraba en la institución medieval de la Inquisición romana, pero tenía un carácter más claramente político, al constituir un instrumento en manos de los reyes para el control de las conciencias. Aunque inicialmente se dedicó a perseguir a los conversos, acusados de practicar en secreto su antigua religión, pronto extendió su ámbito hacia la defensa de la ortodoxia católica en materias de fe y de moral, persiguiendo a otros herejes (al iniciarse la reforma protestante en Europa en 1520) y a quienes mantenía en su vida privada conductas o costumbres «desviadas» (como la homosexualidad, la bigamia, la brujería o la simple blasfemia). La Inquisición estableció un clima de intolerancia en toda la sociedad, procesando, torturando, encarcelando e incluso ejecutando a quienes no se adaptaban al dogma oficial y prohibiendo la circulación de libros e ideas «peligrosas»; su siniestra acción contribuyó a empañar la imagen de España en el exterior, con la circulación de la Leyenda Negra que auspiciaban los enemigos de la Monarquía y no fue definitivamente abolida hasta 1834.

Isabel y Fernando persiguieron insistentemente con su política matrimonial la unión con Portugal, que habría completado la unidad peninsular; pero sucesivos accidentes dinásticos los impidieron, facilitando en cambio el que las Coronas de Aragón y Castilla pasaran, a través de Juana I y Felipe, el Hermoso, a la Casa de Habsburgo. Carlos de Gante –Carlos I de España y V de Alemania–, heredó así, entre 1515 y 1519, una Monarquía compuesta por las Coronas españolas de Castilla (que incluía ya a Granada y a Navarra) y Aragón (con sus extensos dominios italianos de NápolesSicilia y Cerdeña), además de los dominios borgoñones (los Países Bajos, el Franco Condado y el Charolais), las tierras patrimoniales de los Habsburgo (Austria, Tirol, Bohemia, Moravia, Silesia, Estiria, Carintia, Carniola y Hungría) y la Corona imperial de Alemania.

Con Carlos I

Con la unión dinástica de reinos y coronas se formó lo que en la época se conocía como una Monarquía: un conglomerado de territorios que conservaban sus propias instituciones y sus distintos ordenamientos jurídicos, pero que dependían en última instancia de un soberano común (una trayectoria similar a la que dio origen a las grandes monarquías europeas, como la francesa, la británica o la austriaca). La Monarquía no era aún un Estado como los actuales, y su política respondía más a los intereses patrimoniales de la casa reinante que a una lógica de tipo «nacional». Pero, con el paso del tiempo, la pertenencia a una misma Monarquía, la fidelidad a unos mismos soberanos y la conciencia de compartir algunos intereses comunes (en temas como la guerra, las finanzas y la política exterior) llevó a que los reinos adoptaran, junto a la tradicional defensa de sus identidades y derechos particulares, una cierta identidad común, base sobre la que se asentaría la posterior unificación y uniformización nacional por parte de los Estados contemporáneos.

En el caso de España, la Monarquía de Carlos V apenas generó ese tipo de identidad, dado que se trataba de una entidad más alemana o borgoñona que española; pero en el reinado de Felipe II y, sobre todo, en los de sus sucesores, la Monarquía Hispana se afirmó como una realidad política dominada por los reinos españoles, en la que los territorios de Italia y los Países Bajos aparecían en situación subordinada. Esta situación se reflejó en el establecimiento de una Corte real permanente en Castilla –a diferencia de la Corte itinerante del viajero Carlos V– desde tiempos de Felipe II: primero en Toledo, luego en Madrid (1561), Valladolid (1601) y, definitivamente, en Madrid (desde 1606).

Con Felipe II

Por entonces, la Corona castellana incluía también otros dominios que, con el tiempo, se revelarían de gran valor. El impulso guerrero y expansionista de la reconquista no se detuvo con la conquista de Granada. Por un lado, tanto los particulares como la Corona se mostraron interesados en continuar la lucha contra los musulmanes en el norte de África, proyecto del que nacerían los asentamientos españoles en Melilla (1497), Mazalquivir (1505), Orán (1509), Trípoli (1509), Bujía (1510), Argel (1510), Túnez (1535)... Las exploraciones españolas en la zona llevaron también a la conquista y colonización de las Islas Canarias entre 1402 y 1496. Pero eran los portugueses los que con más ahínco perseguían esta política africana, que les llevó a establecerse en Ceuta desde 1415 y a continuar estableciendo factorías por toda la costa africana, de la que obtenían mercancías tan apreciadas como el oro y los esclavos, además del control de la estratégica ruta de navegación hacia la India y las islas de las especias.

Como quiera que la única alternativa conocida para el comercio con Asia era la vía terrestre a través de Oriente Medio, que había caído bajo el control de los turcos, los castellanos intentaron buscar otro camino que, navegando por el Atlántico hacia el oeste, llegara a las Indias burlando el control de turcos y portugueses. Fue así como la expedición de Cristóbal Colón, auspiciada por Isabel, la Católica, descubrió América en 1492, explorada en los años siguientes por navegantes españoles y portugueses, y repartida entre ambos países por el Tratado de Tordesillas (1494), que venía a ratificar la concesión hecha un año antes por el papa Alejandro VI.

Los dominios americanos fueron creciendo en importancia a medida que los viajes de conquista y exploración mostraban las dimensiones y riquezas del nuevo continente. La expedición de Hernán Cortés entre 1519 y 1521 sometió al Imperio Azteca, estableciendo en México el Virreinato de la Nueva España, foco del poder español en el centro y norte del continente. La expedición de Francisco Pizarro entre 1531 y 1533 acabó con el Imperio Inca y estableció el Virreinato del Perú, desde el cual irradiaría el poder de España en toda Sudamérica. La búsqueda de metales preciosos fue, junto con otros móviles más idealistas (como el deseo de evangelizar a los indígenas), el principal motor de la conquista. Los primeros territorios americanos conquistados en el Caribe fueron decepcionantes a este respecto; pero las expectativas quedaron superadas con las importantes minas de oro del Perú (Potosí) y, posteriormente, con los yacimientos de plata de México. Para controlar estas y otras riquezas, los españoles fundaron ciudades y establecieron un sistema eficaz de gobierno (con virreyes, gobernadores, capitanes generales, cabildos para gobernar las ciudades y audiencias para impartir justicia); el comercio con América fue administrado en régimen de monopolio, centralizado en la Casa de la Contratación de Sevilla, único puerto habilitado para recibir las flotas que llegaban de América cargadas de oro y mercancías. Desde allí partían también los barcos en los que viajaban los españoles que emigraban hacia América en busca de la fortuna que no encontraban en sus pueblos de origen.

Las flotas que venían de las Indias trajeron durante tres siglos el oro que permitió a la Monarquía española sostener su costosa política exterior en Europa, con una vocación de hegemonía que la involucró en guerras constantes. Las propias flotas hubieron de ser defendidas y escoltadas contra piratas y corsarios que no dejaron de actuar en toda la Edad Moderna, muchas veces con el beneplácito de otras Monarquías europeas que, o bien estaban en guerra con España, o simplemente no aceptaban el monopolio concedido por el Papa a españoles y portugueses para colonizar América. Ingleses, franceses y holandeses se establecieron en Norteamérica, las Antillas y las Guayanas, y hostigaron el comercio trasatlántico; pero la Monarquía española mantuvo el control de la mayor parte de América –incluidos los yacimientos mineros más atractivos– a lo largo de los siglos XVIXVII XVIII.

No obstante, la economía fue el punto más débil de la Monarquía Hispana en su época de máximo esplendor. La Baja Edad Media legó a los primeros monarcas de la Edad Moderna una economía pujante: en Castilla prosperaba la ganadería trashumante (con un sistema de cañadas regulado y organizado desde el Honrado Concejo de la Mesta), la exportación de lana hacia el norte de Europa (centralizada en el Consulado de Burgos), las manufacturas urbanas y las ferias mercantiles de Medina del Campo, Medina de Rioseco y Villalón (en Valladolid); en la Corona de Aragón florecían especialmente las actividades comerciales y financieras, habiendo llegado los comerciantes catalanes a establecer consulados por todo el Mediterráneo (incluso en lugares tan lejanos como Alejandría, Rodas o Constantinopla).

Pero, desde que comenzó la colonización de América, la facilidad con la que se obtenían los tesoros de aquel continente dio lugar a una economía parasitaria, basada en la explotación de las colonias más que en el desarrollo de las actividades productivas de la metrópoli. Se difundió una mentalidad rentista y aristocrática que despreciaba el trabajo productivo como marca de inferioridad social. Y la afluencia de metales americanos provocó una depreciación de la moneda y una elevación de los precios que, a la postre, privó de competitividad a los productos españoles, tanto en los mercados exteriores como en los de la propia España. El resultado fue la destrucción del incipiente tejido industrial y comercial, dando paso a una economía dependiente del exterior. Todas las actividades productivas (incluidas las de carácter agrícola, que eran la dedicación mayoritaria) sufrieron del exceso de presión fiscal provocado por las necesidades financieras de la Monarquía, decidida a esquilmar a sus súbditos con tal de sostener los ejércitos que le daban la hegemonía en Europa. Ya desde el reinado de Carlos V, la debilidad de la economía española se tradujo en la dependencia de las finanzas reales con respecto al crédito de banqueros extranjeros, situación que llevaría a la bancarrota desde tiempos de Felipe II y que está en la base de la posterior decadencia de la Monarquía Hispana en el siglo XVII. Las riquezas de América, fabulosas en apariencia, no enriquecían a los españoles, sino que pasaban por la península causando efectos económicos devastadores, para acabar engrosando las ganancias de unos cuantos prestamistas alemanes y genoveses. La Monarquía Hispana era un gigante con pies de barro. Este «gigante» se gobernaba desde Madrid como una monarquía absoluta, en la que el soberano concentraba todos los poderes sin someterse teóricamente a ninguna otra ley ni institución. En la práctica, los poderes del rey eran más limitados, pues existían unas Cortes o asambleas representativas de las ciudades de cada reino, de las que el rey dependía para obtener recursos fiscales; existían también unos estamentos privilegiados –el clero y la nobleza– con los que el rey estaba obligado a contar para gobernar sus reinos; y existían una serie de ordenamientos de los diferentes territorios, que le convenía observar para mantener la paz; las grandes distancias, la lentitud de las comunicaciones y la existencia de redes de influencia personal condicionaban, por último, el poder de hecho que el rey podía ejercer en cada lugar. Con todas estas limitaciones, sin embargo, el poder del rey era considerable: las personas más influyentes de la Monarquía procuraban situarse cerca del monarca, en la Corte (que se movía periódicamente entre su sede central de Madrid y los diversos sitios reales de sus alrededores: El EscorialEl PardoLa Granja, Aranjuez...).

Para la toma de decisiones, el rey se auxiliaba de una serie de Consejos (de Castilla, de Aragón, de Indias, de Italia, de Flandes, de Portugal, de Estado, de Guerra, de Hacienda, de Órdenes, de Cruzada y de Inquisición), que eran teóricamente instituciones consultivas para asesorar y administrar justicia, pero que en la práctica iban mucho más allá, tomando decisiones de gobierno y administración. Con el tiempo, sus funciones fueron gradualmente absorbidas por instituciones unipersonales más eficaces, como los secretarios de Estado y del Despacho (antecesores de los actuales ministros). En cada uno de los reinos no castellanos de la Monarquía, el rey se hacía representar por un virrey gobernador, que controlara el poder y se relacionara con las instituciones locales. Estos virreyes y gobernadores estaban vigilados permanentemente por el Consejo competente; y todos los representantes y oficiales de la Corona eran sometidos cierto tiempo a una visita o a un juicio de residencia, en los que se investigaban y juzgaban todas sus acciones. Esta compleja administración, que recurría profusamente a los documentos escritos, ha dejado para la posteridad una rica documentación histórica, que llena archivos como el de Simancas (Valladolid), el de Indias (Sevilla) y el Histórico Nacional (Madrid).

El reinado de Carlos I (1516-1555) tuvo unos inicios turbulentos. Muchos españoles lo consideraron un rey extranjero, rodeado de cortesanos flamencos, que venía a reinar sin el concurso de las asambleas representativas de los reinos y a esquilmar los recursos con destino a una política imperial que en nada beneficiaría a España; de ahí que surgieran importantes rebeliones, como la de las Comunidades de Castilla (1520-1521) y las Germanías de Valencia y Mallorca (1519-24). Sofocadas ambas, el emperador pasó poco tiempo en España, absorbido por las guerras a las que le condujo su proyecto de Monarquía Católica.

En nombre de ese ideal de Monarquía cristiana universal, hubo de combatir simultáneamente en varios frentes: contra el peligro del dominio turco en los Balcanes y el Mediterráneo; contra la división de la Cristiandad producida por la reforma protestante, que le llevó a luchar contra los príncipes alemanes, súbditos suyos, que se habían alejado de la obediencia papal (reconociendo finalmente el carácter inevitable de la escisión religiosa de Europa, por la Paz de Augsburgo de 1555, y poniendo en marcha la contrarreforma católica con la convocatoria del Concilio de Trento); contra los rebeldes de los Países Bajos que, aglutinados por el protestantismo, se sublevaron contra el dominio de la Casa de Habsburgo; y contra Francia, a la que no le oponían diferencias religiosas, pero sí una pugna por la hegemonía en Italia y en Europa, agudizada por el hecho de que lo dominios de Carlos rodearan prácticamente el territorio francés (hasta cuatro guerras sostuvieron España y Francia en este periodo).

Cansado de esta lucha en todos los frentes, el emperador abdicó entre 1554 y 1556, dividiendo su herencia en dos bloques:

  • España, con sus dominios de América, Italia, el Franco Condado y los Países Bajos, para su hijo Felipe.

  • Y los dominios patrimoniales de los Habsburgo, con la Corona imperial de Alemania, para su hermano FernandoLa Casa de Habsburgo quedaba así dividida en dos ramas, la de Austria (que gobernaría el Imperio Germánico y el Imperio Austríaco hasta la extinción de ambos) y la de España (conocida como Casa de Austriaque reinaría en España hasta finales del siglo XVII).

Carlos se retiró al monasterio de Yuste (Cáceres), donde murió en 1558. El reinado de Felipe II (1556-1598) representa la culminación del poderío español en el mundo. Al impresionante conglomerado patrimonial heredado de su padre, Felipe unía además el Ducado de Milán. Casado inicialmente con María Tudor (1554), la muerte de ésta sin descendencia en 1558 frustró la idea de hacerle también rey de Inglaterra, con lo que habría completado el cerco español sobre Francia. Más éxito tuvo en sus ambiciones sobre Portugal, cuando una crisis sucesoria le permitió reclamar sus derechos dinásticos al trono de aquel país y apoyar tal pretensión con una invasión armada; Felipe II fue reconocido como rey de Portugal por las Cortes de Tomar en 1581, lo cual completaba la unidad peninsular por primera vez desde tiempos de los visigodos, y al mismo tiempo redondeaba los dominios de la Monarquía en el mundo con la adquisición de las colonias portuguesas en Brasil, la costa africana, la India y las islas de las especias. También en su reinado se estableció la presencia española en Filipinas, que permanecería hasta 1898.

Felipe II heredó de su padre los conflictos con los turcos, con los holandeses y los franceses; pero, al menos, los asuntos del Imperio habían pasado a ser cosa de los Habsburgo de Austria, descargando a la Monarquía Hispana de obligaciones en Europa central. La inicial preocupación de Felipe II por el poderío de los turcos en el Mediterráneo le condujo a participar en la liga naval que venció a éstos en la batalla de Lepanto (1571); desde entonces, la atención del rey se desplazó hacia el norte de Europa, donde la rebelión de los Países Bajos había producido ya de hecho la independencia de la zona norte (Holanda) en 1581, y amenazaba con arrebatar a la Monarquía también el sur católico (la actual Bélgica). Para acabar con el problema, el rey concibió la idea de invadir Inglaterra, privando de su apoyo a los protestantes del continente; pero la ambiciosa operación naval concebida como preparación para el desembarco (la Armada Invencible de 1588) fue desbaratada por una combinación de errores españoles, de aciertos ingleses y de mala suerte con el tiempo y las comunicaciones.

Abandonada la empresa de Inglaterra, Felipe II no volvió a tener un diseño estratégico de conjunto, y se limitó a tratar de contener a sus enemigos en todos los frentes, con guerras incesantes en Francia, los Países Bajos e Italia. Incluso intentó sin éxito poner a su hija en el Trono de Francia, aprovechando las guerras civiles que desgarraban a aquel país por motivos religiosos.

Con Felipe IV

Con Carlos II

Muerto Felipe II, esa contención se hizo más difícil para sus sucesores, conocidos en la historia como los Austrias menoresFelipe III (1598-1621), Felipe IV (1621-1665) y Carlos II (1665-1700). Sus reinados coinciden con la decadencia de la Monarquía Hispana, que fue perdiendo gradualmente su poderío político y militar en Europa. Los monarcas habían dejado de dirigir personalmente los asuntos, confiándolos a sus validos, hombres de confianza que acumulaban poder e influencia hasta el momento en que caían en desgracia (como el duque de Lerma o el conde-duque de Olivares).

Las intenciones «pacifistas» de los inicios del reinado de Felipe III se vieron pronto frustradas por la situación internacional, comprometiéndose España en la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) en Alemania; posteriormente la guerra se extendería de nuevo a los Países Bajos (1621) y se recrudecería el viejo enfrentamiento con Francia (que hizo perder a España Artois, el Rosellón y la Cerdaña en 1659).

Mientras tanto, en el interior de la Monarquía, se agravaba la crisis económica y social, con la Hacienda Real en franca bancarrota, una espiral inflacionista descontrolada y el hambre y la pobreza adueñándose de pueblos y ciudades. Felipe II había dado un paso de gigante hacia la consolidación de España como Estado, al crear una burocracia profesional y centralizada en la capital; pero la diversidad de los reinos, con sus diferentes sistemas jurídicos, políticos, administrativos y fiscales, era un factor de inoperancia y debilidad que seguía sin resolverse: el condeduque de Olivares concibió la idea de unificar los esfuerzos económicos y militares de los diferentes territorios, formando un Reino de España, con su proyecto de Unión de Armas (1624). El descontento por la situación económica y social, unido al descrédito militar y diplomático de la Monarquía y los recelos de la periferia frente a este proyecto uniformizador provocó reacciones centrífugas desde 1530, con el estallido de motines antifiscales en Vizcaya y Évoraconjuraciones nobiliarias en Aragón y Andalucíarebeliones populares en Nápoles y Sicilia, y, sobre todo, sublevaciones independentistas simultáneas en Cataluña y Portugal (1640); la Guerra de Cataluña (1640-1652) terminó con el restablecimiento de la autoridad real, a pesar de la intervención francesa, mientras que la Guerra de Portugal (1640-1668) condujo a la independencia definitiva de aquel país. Paradójicamente, este panorama desolador en el terreno político, económico, social, diplomático y militar, coincidió en el tiempo con una época de esplendor artístico y cultural: el Siglo de Oro de la literatura castellana, a caballo entre los siglos XVI XVII, vio nacer las grandes obras de Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Quevedo, Góngora, Tirso de Molina... La arquitectura española brilló con originalidad en el Monasterio de El Escorial y en los centenares de templos barrocos, repletos de retablos e imágenes religiosas; y la época toda quedó reflejada en los cuadros de grandes pintores como El Greco, Ribera, Zurbarán, Murillo y, sobre todo, Velázquez (pintor de la corte de Felipe IV).




La Monarquía Hispana. Rescatado de la URL: http://www.adurcal.com/enlaces/cultura/zona/historia/espana/monarquia_hispanica.htm (diciembre 2020)

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