viernes, 13 de mayo de 2022

“Donde hay un lector, antes hubo otro que extendió la mano”: el texto que María Teresa Andruetto leyó en la Feria del Libro

 

La escritora fue declarada “Amiga de las Bibliotecas Populares” por la Conabip, institución creada por Sarmiento en 1870 y cuyo futuro hoy depende de los legisladores nacionales; a continuación se puede leer completo “Bibliotecas”


Cuando mi mamá era una niña (en un pueblo sin escuelas ni bibliotecas ni librerías) se hizo amiga de un hombre que vivía encerrado en su casa. Tenían los dos mucha diferencia de edad y mucha diferencia social, él pertenecía a una de las tres familias acomodadas del pueblo y mi mamá al resto de la población, hombres y mujeres que trabajaban con sus manos. En ese contexto se hacen amigos la niña y el hombre; él le presta libros, ella se convierte en entusiasta lectora.

Mi padre lamentaba haber dejado en Italia dos baúles llenos de libros. Extrañaba su biblioteca, por eso aun en medio de muchas carencias, siempre estábamos pagando libros en cuotas.


La biblioteca del colegio secundario no era muy grande, estaba en la dirección, se podía sacar libros en préstamo.

Mis padres -que deseaban que estudiara- no sabían si podrían costearme estudios en la ciudad. Pudieron, con mucho esfuerzo, de ellos y del Estado (universidad pública, una cama en un cuarto compartido, comedor universitario, costearme algunos libros con clases particulares o trabajo informal de correctora y muchas horas leyendo en las bibliotecas de la ciudad).

Bibliotecas y educación estatal
Durante las restricciones sanitarias de la pandemia, ordeno la biblioteca. Casi todos los libros que tenía antes del golpe de Estado, los quemamos o los presté y no volvieron o los dejé en casas de personas cuyo contacto perdí. Entre enero de 1976 y fines de 1982 no compré ningún libro; podría decir que la mía es una biblioteca con algunos libros heredados, más lo que compré desde el regreso de la democracia.

Ordenando la biblioteca puedo ver qué tipo de libros me interesó tener y cuántos perdí en el entusiasmo de llevarlos hacia otros. Ordenando, pareciera que se lucha contra la nada.

A los treinta y nueve años obtuve una beca para leer durante una temporada en la Biblioteca Internacional de Múnich, una de las más grandes, si no la más completa, de libros para niños en el mundo. La biblioteca funciona en un castillo y yo me alojé tres meses en un departamento interno, un tiempo sola y otro con una bibliotecaria rusa. A poco de regresar a casa nos escribieron a la rusa y a mí para decirnos que habíamos sido las últimas huéspedes de ese departamento, porque el escritor Michel Ende antes de morir donó su acerbo a la biblioteca y desde 1995 se exponen ahí sus libros y originales, entre ellos el manuscrito de La historia interminable en el que Bastián Baltasar Bux, escondido en un desván que solo él conoce, se sumerge en la lectura de la historia de Fantasía, en peligro porque sus habitantes y lugares están empezando a desaparecer, dejando un vacío, una “nada” en su lugar.
La Biblioteca Nacional fue creada por el Cabildo en 1810, bajo la protección de Mariano Moreno y por eso lleva su nombre. Ahora funciona en la calle Agüero, en terrenos que fueron del palacio Unzué bombardeado en el 55 porque ahí estaba la residencia presidencial y ahí habían vivido Perón y Evita; en ese terreno de Recoleta se hizo el actual edificio ideado por Clorindo Testa en las líneas arquitectónicas del brutalismo. Antes de 1992, estaba en una casa de la calle México. En ese templo de la lectura como suele llamársele pomposamente a las grandes bibliotecas, tres de sus directores fueron hombres ciegos, José Mármol en el siglo XIX, Paul Groussac a fines del XIX y comienzos del XX y, entre 1955 y1973, Borges.


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